Nunca sabremos cuántas personas han muerto realmente por “culpa” de la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Y nunca sabremos por qué murieron o quién las mató, porque más del 90% de homicidios quedan impunes.
Hablamos de todos los muertos, de los que oficialmente “se mataron entre ellos”, de los que “chocaron” con fuerzas de seguridad de cualquier nivel siendo supuestos integrantes del crimen organizado, de los que cayeron por el fuego cruzado y que se describe en informes oficiales como “víctimas colaterales”, de cientos de integrantes de fuerzas de seguridad, víctimas de algún ataque y, por supuesto, de las personas inocentes, indefensas, cuya vida fue truncada por policías, soldados o marinos con el pretexto del cumplimiento del deber, sobre las que trata esta investigación.
Claro que hay números oficiales que registran los asesinatos cometidos cada año y podemos decir que, desde 2006, se han reportado más de 370 mil homicidios dolosos y feminicidios.
Pero no hay forma de calibrar la precisión de los números oficiales, de saber cuáles de estas muertes deben contarse como resultado del conflicto armado.
Además, las víctimas registradas oficialmente por el INEGI no incluyen, para poner un ejemplo, 111 mil personas desaparecidas, un número incluso que las propias autoridades consideran que solo ofrece una idea aproximada del tamaño del problema, porque tampoco hay posibilidades de tener una cifra exacta.
Esos conteos, por supuesto, tampoco incluyen a las víctimas que yacen en cientos o miles de fosas clandestinas que permanecen ocultas a lo largo del territorio, a la espera de algún grupo de madres buscadoras, esas que recorren kilómetros cada día buscando a sus hijos e hijas.
¿Cómo confirmar hechos y cifras cuando un boletín oficial informa vagamente que hubo un enfrentamiento en el que murieron “cinco o diez presuntos delincuentes”, por ejemplo? ¿Qué hacer cuando el gobierno dice que un grupo delictivo “se llevó a sus muertos”? ¿Cuántos no fueron reportados por la propia autoridad? ¿De cuántos no habrán de encontrarse huellas?
¿Cuántas personas sin vínculo con la violencia han muerto o desaparecido a manos de la autoridad, pero no fueron reportadas?
Y si no sabemos con precisión cuántos, se alejan las posibilidades de saber por qué o quién lo hizo, porque hay que insistir y ser más precisos: 24 de cada 25 asesinatos intencionales quedan impunes.
¿Cuántos murieron sin empuñar un arma, sin retar a la autoridad? ¿Quién puede ir más allá de lo que informan los escuetos boletines de la Defensa Nacional o de la Guardia Nacional? ¿Los fallecidos sí eran del crimen organizado? ¿De veras le dispararon a la policía?
¿Quién investiga las causas reales de un asesinato? ¿Quién busca al homicida? ¿Quién certifica que sí “encontraron el cuerpo en un terreno” o verifica que efectivamente las autoridades sólo “repelieron una agresión”?
Oficialmente, no hay gobierno que reconozca abusos de las fuerzas de seguridad, así que tampoco podemos saber cuántas personas fueron víctimas de violaciones a sus derechos humanos o de desaparición forzada. Y cuando por una u otra razón quedan en evidencia los abusos, las autoridades solo los atribuyen a “manzanas podridas”, que excepcionalmente se filtran en sus filas, pero nunca se reconoce la existencia de un sistema pensado para permitir la impunidad de estas fuerzas, de sus mandos y de quienes diseñan las estrategias y marcan el rumbo de la “guerra”.
Hay datos para demostrar que todas estas preguntas son válidas, que se debe dudar de las cifras oficiales y, sobre todo, de una narrativa ofrecida por la autoridad que principalmente permite su actuar en impunidad.
Otro ejemplo. Los últimos tres gobiernos ―que han estado encabezados por cada uno de los tres principales partidos de México― tiene casos en los que se documentó que primero fue reportado un “enfrentamiento entre delincuentes y autoridades”, pero investigaciones periodísticas, de organizaciones de la sociedad civil o denuncias de familiares dejaron al descubierto que los hechos no habían ocurrido como se reportaron, que ni siquiera los números de víctimas cuadran o descubierto que, en realidad, se trató de crímenes cometidos por las fuerzas públicas.
Ahí están Monterrey, Tanhuato, Tlatlaya, Nuevo Laredo…
La investigación que presentamos busca documentar un grupo específico de crímenes de guerra: aquellos que presuntamente fueron cometidos por fuerzas de seguridad, federales o estatales contra víctimas inocentes o indefensas, o que fueron “detenidos” por estas mismas fuerzas, pero nunca llegaron a un ministerio público. Son las víctimas de desaparición forzada y ejecución extrajudicial.
Más específico: hombres y mujeres sin vínculos con el crimen organizado, sobre los que no pesaba ninguna sospecha y que no eran parte de ninguna investigación.
Este trabajo prueba que cualquier persona en México puede ser víctima del abuso de poder y las violaciones de derechos humanos que sostienen la política de seguridad del Estado.
Aquí hay más de mil 500 víctimas, con nombre y apellido. Víctimas de autoridades, de policías, soldados, guardias nacionales o marinos, no de la guerra contra el crimen. Aunque hablemos de un universo de 371 mil asesinatos en tres sexenios, mil 500 no son pocas porque en realidad son sólo una muestra, en la que se puede presumir que murieron o desaparecieron, impunemente, a manos de entidades gubernamentales. Triplemente grave.
Personas que salían de la escuela, estaban en casa, compraban algo en una tienda, jugaban futbol, transitaban por una carretera, comían en un restaurante… O que salían de la biblioteca de su escuela, el Tec de Monterrey, como les ocurrió a Jorge Antonio Mercado Alonso y a Javier Francisco Arredondo Verdugo, asesinados por el Ejército el 19 de marzo de 2010. Un caso muy conocido, y que aun así permanece impune.
Las fuerzas de seguridad, en estos mismos casos y según la versión oficial, simplemente “se equivocaron” o lo que hicieron solo fue un “acto de indisciplina” o “los culpan, pero seguro son inocentes” o…
En el caso de Jorge y Javier, como en cientos más, la autoridad buscó sembrarles pruebas a las víctimas para eludir su responsabilidad y si fueron “descubiertos” se debe únicamente a la insistencia de una familia o a la investigación de periodistas o al trabajo de organizaciones de la sociedad civil. Nunca a gobernante alguno.
La suma de casos, las coincidencias en el modus operandi y la impunidad dejan en claro que no solo son un número inaceptable, también que son algo más que errores o casos aislados.
Revelan que las fuerzas del orden saben que no habrá consecuencias. Que lo hacen porque se puede. Que actúan a sabiendas de que tienen licencia a priori y un manto de complicidades a posteriori para disponer de la vida de cualquier persona. Que en México se cometen crímenes de lesa humanidad.
Éste es un listado inédito de víctimas que demandan justicia, que exigen una explicación: ¿por qué, si solo salió unos minutos a un mandado? ¿Y por qué el gobierno encubre a sus criminales?
La investigación se basa en fuentes hemerográficas, testimonios, investigaciones académicas, recomendaciones de todas las comisiones de derechos humanos y, particularmente, en las propias denuncias que han recabado decenas de colectivos de familiares.
La metodología para esta búsqueda inicia con el universo digital de Google y un buscador diseñado por Óscar Elton y Mónica Meltis, de Data Cívica, que permitió seleccionar decenas de miles de notas periodísticas o boletines que incluían información sobre asesinatos y detenciones en los que presuntamente había policías estatales o federales, militares en activo, marinos destacamentados en unidades dedicadas a la seguridad o elementos de la Guardia Nacional.
Utilizando palabras clave, se generó un primer listado con más de 60 mil coincidencias. Se revisaron una por una para seleccionar los casos que podían encuadrar en dos categorías seleccionadas: ejecuciones extrajudiciales o desapariciones forzadas perpetradas por presuntas fuerzas federales o estatales, pero que además hay elementos para probar que no estaban participando en hechos delictivos y que ni siquiera tenían órdenes de aprehensión ni una orden de juez para su arresto, o bien que estaban indefensos.
Además, se revisaron todas las recomendaciones de las 32 comisiones estatales de Derechos Humanos y la Nacional.
Se acudió a algunas organizaciones de familiares de desaparecidos para conocer sus casos.
Se revisaron expedientes de los pocos casos que se abren al público y al periodismo.
Se hicieron entrevistas con 191 familiares directos de las víctimas.
Profundizamos también en la vida de 191 víctimas de ejecución y desaparición, en las que grabamos entrevistas con familiares que narran sus pesadillas y nos actualizan sobre el estado de la investigación.
Policías de distintas corporaciones, fiscalías, Guardia Nacional, Ejército y Marina. Decidimos no incluir a policías municipales, que también son parte del enfrentamiento armado, pues el número a identificar se podría multiplicar por 10, y esta investigación no contaba con tal alcance. Nos queda pendiente registrar, bajo la misma metodología, la colusión de las policías municipales con el crimen organizado, la mera ineficiencia o el poder que da un arma y que permite a los policías de estas corporaciones matar, sin que pase nada.
La investigación a profundidad de estos 135 casos fue posible por el trabajo que hicieron periodistas de todo el país, que participaron por meses en esta investigación.
Participaron La Verdad de Juárez (Chihuahua), el Noroeste (Sinaloa), Amapola Periodismo (Guerrero), Lado B (Puebla), Elefante Blanco (Tamaulipas).
Y los periodistas Carlos Arrieta, Charbell Lucio y Carlos López (Michoacán), Miguel León (Veracruz) y el propio Paris Martínez (CDMX)
Todos y todas, coautores de este trabajo, que se nutre sobre todo de las propias indagatorias que hacen los familiares de las víctimas. Sin ellas ni siquiera podríamos saber lo poco que sabemos sobre la impunidad oficial cuando en México las autoridades matan personas inocentes, las ejecutan y las desaparecen.
Hay una ira creciente por la poca ayuda que llega a las ciudades y pueblos de las montañas del Atlas.
El bebé de Khadija aún no tiene nombre y su primer hogar es una tienda de campaña junto a la carretera.
Nació minutos antes de que se produjera el mortífero terremoto del viernes por la noche en Marruecos.
Aunque Khadija y su hija salieron ilesas, el hospital de Marrakech donde se encontraban fue evacuado. Tras una rápida revisión, les pidieron que se marcharan apenas tres horas después del nacimiento.
“Nos dijeron que teníamos que irnos por miedo a las réplicas”, explicó.
El sismo de magnitud 6,8 sacudió el centro del país, con epicentro a 71 kilómetros de la turística Marrakech. Por ahora se cuentan más de 2.100 personas fallecidas en una decena de provincias y el número de heridos ha ascendido a más de 2.420. Unos 20 minutos después hubo una réplica de magnitud 4,9.
Con su recién nacida en brazos, Khadija y su marido intentaron tomar un taxi a primera hora del sábado para ir a su casa de Taddart, en la cordillera del Atlas, a unos 65 kilómetros de Marrakech.
Pero de camino se encontraron con que las carreteras estaban bloqueadas por corrimientos de tierra y sólo llegaron hasta el pueblo de Asni, a unos 15 kilómetros de su destino final.
Desde entonces, la familia vive en una tienda de campaña básica que han logrado construir junto a la carretera principal.
“No he recibido ninguna ayuda ni asistencia de las autoridades”, nos dijo, sosteniendo a su bebé mientras se protegía del sol bajo un endeble trozo de lona.
“Pedimos mantas a algunas personas de este pueblo para tener algo con lo que taparnos. Sólo tenemos a Dios”.
Khadija nos contó que sólo tiene un conjunto de ropa para el bebé.
Amigos de su ciudad natal les han contado que su casa está muy dañada y no saben cuándo podrán tener un lugar adecuado donde alojarse.
Cerca del lugar donde Khadija acampa, la frustración crece a medida que pasan los días y apenas llega ayuda a los pueblos y aldeas de las zonas montañosas al sur de Marrakech.
En Asni, a solo 50 kilómetros de Marrakech, la gente dice que necesita ayuda urgente.
Un grupo de gente enfadada rodeó a un reportero local y le arrojaron sus frustraciones: “No tenemos comida, no tenemos pan ni verduras. No tenemos nada”.
El reportero, en el centro de la multitud, tuvo que ser escoltado y llevado lejos por la policía, mientras la gente aún lo seguía, desesperada e intentando desahogar su ira.
“Nadie ha venido a nosotros, no tenemos nada. Sólo tenemos a Dios y al rey”, dijo un hombre de la multitud que no quiso dar su nombre.
Desde el terremoto vive al margen de la carretera principal del pueblo con sus cuatro hijos. Su casa sigue en pie, pero todas las paredes están muy agrietadas y tienen demasiado miedo para quedarse allí.
Han conseguido volver y coger algunas mantas, lo único que ahora tienen para dormir.
En un momento, un camión pasó entre la multitud. Algunas personas intentaron hacerle señas, esperando desesperadamente que les dejara suministros. Pero el camión siguió su camino, seguido de abucheos.
Algunos dicen que han recibido tiendas de campaña de las autoridades, pero no hay suficientes para todos.
Cerca de allí está Mbarka, otra persona que vive en una tienda de campaña. Nos guió por las calles laterales hasta su casa, en la que ya no puede vivir.
“No tengo medios para reconstruir la casa. De momento, sólo nos ayuda la gente de la zona”, nos contó.
Vivía allí con sus dos hijas, su yerno y tres nietos.
Cuando su casa empezó a temblar, salieron corriendo y casi fueron alcanzados por el derrumbe de una casa mucho más grande que empezó a deslizarse colina abajo.
“Creemos que el gobierno ayudará, pero hay 120 pueblos en la zona”, dijo su yerno Abdelhadi.
Con tanta gente necesitada de ayuda, un gran número de personas tendrá que esperar más tiempo para recibir asistencia.