Desde hace algunos años se ha vuelto evidente que la participación del ejército mexicano en temas de seguridad pública causa grandes niveles de violencia, y dicha participación se justifica debido a los altos índices delictivos que vive el país y donde el crimen organizado tiene el control del uso de la fuerza, territorial y económico. Un ejemplo de ello son las zonas rurales del norte donde se siembra y cultiva tanto cannabis como amapola, zonas de diversas regiones como Guadalajara, Ciudad de México o Culiacán donde también se producen y distribuyen grandes cantidades de fentanilo y metanfetamina.
Ejemplos de esas intervenciones fueron los primeros operativos para erradicar la mariguana y la amapola en México, llevados a cabo por instituciones militares y de la Marina en 1941. Otro ejemplo a citar es cuando el 30 de septiembre de 1976 se llevó a cabo el Plan Cóndor, una acción emprendida por militares en Sinaloa. Un año más tarde, en 1977, fue implementado el Plan Canador en Chihuahua, Sinaloa y Durango, en donde fueron erradicados 16 mil metros cuadrados de cultivos de amapola y mariguana. 1
Desde el 2006 se ha triplicado el número de militares así como el número de homicidios; sin embargo, no hay ninguna relación que muestre que, entre mayor número de personal o acciones militares, las tasas de seguridad también aumenten. 2 Existen bastantes casos documentados sobre desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, tortura, detenciones arbitrarias y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes que atentan contra los derechos humanos, por lo que la idea de militarizar al país no tiene evidencia ni un respaldo que garantice mayores niveles de seguridad o bienestar social, pues los datos muestran todo lo contrario. 3
“De acuerdo con Jorge Lule, la lógica de actuación de las Fuerzas Armadas —que busca eliminar enemigos— tiene como consecuencia la criminalización de diversos grupos poblaciones, entre ellos, las personas usuarias de drogas y las personas migrantes”. 4 La lógica militar no se basa en valores de solidaridad, cordialidad u horizontalidad, más bien está enfocada en el control, corrección, obediencia, imposición, y demás valores que están dedicados para la mejora en el combate y la guerra, pero no necesariamente para la construcción de paz y justicia social.
A partir de las últimas reformas legislativas se ha posibilitado que la Secretaría de la Defensa asuma responsabilidades en tareas de seguridad pública hasta el año 2028. La Guardia Nacional ha pasado a formar parte de la Secretaría de la Defensa Nacional, debido a que el 14 de septiembre del 2022 se aprobó una reforma al artículo 5º transitorio del decreto constitucional del 2019. 5
La garantía de la presencia militar en acciones de seguridad pública aumenta la vulnerabilidad de las personas que usamos sustancias psicoactivas, ya que históricamente hemos sido señaladas, perseguidas, encarceladas, extorsionadas, invisibilizadas y criminalizadas, principalmente por el tipo de políticas y estrategias que han buscado la erradicación del consumo. Es posible rastrear textos religiosos del siglo XVI o un poco antes en donde se habla del uso del tabaco por los habitantes nativos americanos y su relación con la herejía o lo demoníaco, según las concepciones de los evangelizadores de esa época.
Años más tarde, a principios del siglo XX, también es posible observar propaganda contra el uso de ciertas sustancias y un prejuicio racial que justificaba discursos discriminatorios y de rechazo, tal es el caso del opio y su vínculo con la cultura asiática, la marihuana y su relación con los mexicanos, así como la cocaína vinculada a las personas negras. Esa propaganda política fue elaborada y difundida en Estados Unidos, pero transmitida y replicada a nivel internacional, en la que comerciales, propaganda, películas, música y demás expresiones que visibilizan la situación de prejuicio que se vivía.
La llamada guerra frontal contra el narcotráfico da comienzo en el 2006, con una nueva estrategia financiada y ejecutada por el Estado mexicano a partir de diferentes instituciones militares se apostó de manera directa al uso de las fuerzas armadas como herramienta para contrarrestar los índices de violencia del país. El resultado fueron 212,016 homicidios dolosos, sólo de 2006 a 2012, según los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. 6
Entendido de esa manera podríamos afirmar que la guerra contra las drogas no es precisamente contra las drogas, sino contra las personas y las comunidades.
La militarización afecta directamente a las personas usuarias de drogas, y en mayor medida a las mujeres:
Teniendo en cuenta estos antecedentes resulta inconcebible que las personas que usan sustancias puedan sentirse seguras o protegidas por instituciones que hacen uso de la fuerza y que tienen miles de demandas relacionadas con violaciones de derechos humanos.
Las personas que usan drogas han pasado, supuestamente, de ser criminales a ser personas enfermas que necesitan de la supresión de sus derechos para poder garantizar su salud o buen comportamiento. Existe un proceso de vinculación del uso de sustancias con aspectos negativos que ha durado cientos de años. Por tal razón, es urgente un cambio de paradigma no sólo a nivel narrativa, sino a nivel educativo, social y cultural, en donde se reconozcan los derechos y ejercicio de las libertades individuales de las personas que usamos drogas.
Actualmente se están construyendo cientos de cuarteles para la Guardia Nacional y se está apostando a un discurso de reparación del tejido social a partir de las intervenciones militares, a pesar de la diversa evidencia sobre sus repercusiones a la violación de derechos humanos y su escasa o nula rendición de cuentas. Estamos seguras de que el control y la privación de derechos no pueden coincidir con un sistema político democrático moderno que garantiza y promueve ciudades de derechos, diversas e incluyentes.
* Erick Bernal es Licenciado en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana. Actualmente participa como investigador en Instituto RIA y como voluntario en intervenciones de reducción de riesgos y daños en ámbitos festivos.
1 Castillo, Gustavo. Luchan contra el narco 94 mil 540 militares; en 1950 lo hacían 3mil. Periódico La Jornada. 2010. En línea.
2 Nateras, Martha y Valencia, Paula. Riesgos de la militarización de la seguridad como respuesta a la violencia derivada del narcotráfico. El caso de Colombia y México. Espiral. Guadalajara. Vol.27 No.78-79. 2020. En línea.
3 Pardo, Luis. Una guerra inventada y 350,000 muertos en México. The Washington Post. 2021. En línea.
4 La militarización de la seguridad pública: Impidiendo la contrucción de un México más seguro y en paz. México Unido Contra la Delincuencia. En línea.
5 Sánchez, Lisa. La militarización de la seguridad pública en México y sus fundamentos legales. México Unido Contra la Delincuencia. 2020. Bogotá. En línea.
6 La militarización es incompatible con políticas que protejan lla vida y procuren la paz. Equis justicia para las mujeres. 2022. En línea.
7 García, Carina. El ejército en las calles hasta 2028: ¿qué implica la reforma aprobada?. Expansión. 2022. En línea.
8 Hérnandez, Gerardo y Romero, Carlos. La Guardia Nacional y la militarización de la seguridad pública en México. Flacso. 2019. Redalyc. En línea.
Mi pasión por el paracaidismo me llevó al límite, pero un accidente que me alejó de él para siempre me reveló mi verdadera misión en la vida.
La mexicana Tony Osornio ha sido una apasionada del paracaidismo. Su amor por este deporte de riesgo la llevó a ganar varios campeonatos e, incluso, a alcanzar el grado de subteniente en el ejército de su país, cuando no había mujeres soldados.
Pero en 1984, sufrió un accidente que cambió su vida para siempre.
Esta nota es una adaptación de la entrevista que le dio Tony al programa de radio BBC Outlook sobre su increíble historia.
Nací y crecí en un hogar muy tradicional en San Juan del Río, Querétaro, a unas dos horas de Ciudad de México.
Soy la más joven y la única mujer de cuatro hermanos. Siempre fui tan inquieta que mi papá decía que tenía la energía de mis tres hermanos juntos.
Con mi mamá tuve problemas porque ella decía que las mujeres pertenecíamos a la casa y que los hombres eran los que tenían que salir a la calle. Nunca me dejó ir a estudiar en la ciudad de Querétaro.
Yo sentía que, en vez de acercarme, me alejaba con tantas exigencias. Incluso me golpeaba por desobedecer. Pero, aun así, yo me escondía de ella para hacer el trabajo de mis hermanos, jugar futbol con ellos y mojarme en la lluvia, todo lo que se suponía que no debía hacer.
Me sentía como en una prisión. Llegó un punto en el que no podía soportarlo más. Si mi mamá no me dejaba salir, entonces tendría que encontrar la forma de escapar.
Resolví que me iría con el primer hombre que se quisiera casar conmigo.
Antes de que cumpliera 17, mi primer y único novio me propuso matrimonio. Yo le dije que sí, si me permitía estudiar y salir y tener más libertad.
Mi papá intentó convencerme de que no lo hiciera. Incluso me dijo que me compraría un carro si me quedaba hasta terminar la secundaria.
Pero yo estaba decidida. Quería casarme para salir de allí.
Me casé realmente emocionada de tener esa libertad, de tener una aventura.
Mi marido estaba en el ejército, así que sentía que estaba entrando en un mundo nuevo. Le encantaban los pasatiempos llenos de adrenalina, como conducir carros rápidos y motos y también el paracaidismo.
La verdad es que al principio mi matrimonio fue muy divertido. Nos gustaban las mismas cosas y aprendí mucho de él porque era 11 años mayor que yo. El día que me casé no estaba enamorada, pero con el tiempo me enamoré y los dos nos queríamos mucho.
Luego llegó mi primera hija, Mariela. Fue algo hermoso y maravilloso, pero también muy difícil para mí. Mi marido seguía en el ejército y viajaba mucho, a veces por meses.
Fue abrumador sentir que yo tenía que estar ahí con ella y cuidarla. Sentí que esa bebé se interponía en mi camino.
Pero mi marido era comandante de la brigada paracaidista, así que solía hacer saltos militares con el ejército.
Le pregunté si podía saltar con él del avión militar cada vez que él saltara. Podría ponerme un uniforme. Nadie se daría cuenta y no costaría nada.
Me dijo que estaba loca. Luego de un mes de insistencia, cedió.
Yo escondía mi cara debajo del casco y no miraba a nadie. Hasta que un día hubo una exhibición ante el Secretario General y el Presidente del Ejército.
Pensamos que como estábamos lejos nadie se daría cuenta, así que salté y todo fue perfecto. Fui la primera en aterrizar, quitarme el overol y ponerme en formación saludando a la bandera.
“¿Por qué hay una mujer aquí? No hay ninguna mujer en el ejército”, preguntó el Secretario General.
Fue una situación rara. Mi marido podía terminar fusilado por haber roto las reglas.
Así que aproveché la oportunidad y pedí enlistarme en el ejército. Todo el mundo me miraba como si estuviera loca.
“Con tu apoyo, te prometo que seremos un grupo de paracaidistas que llevará en alto el nombre de México”, le dije al Secretario.
Para convertirme en soldado y recibir el mismo trato que los demás, iba a tener que superar unas duras pruebas físicas. Una de ellas consistía en correr 20 kilómetros, llevando una gran mochila.
La primera vez que lo intenté, solo logré correr cinco y me vomité. Los demás reclutas me ridiculizaron y me enfurecí.
Pero no me rendí. Entonces, antes de llevar a mi hija al colegio, corría por todo el barrio. Pasaron meses antes de que pudiera demostrar que las mujeres también podíamos hacerlo.
Empecé a ver la belleza de estar en el ejército y defender a tu país. Por otro lado, era doloroso porque muchos hombres se burlaban de mí y hablaban de mí a mis espaldas.
Había noches en las que llegaba a casa y me pasaba la noche llorando y pensando que no iba a poder con todos esos hombres.
Un día me enfadé muchísimo y les grité: “Cuando puedan hacer los saltos que yo hago y tengan todos los trofeos que tengo, entonces aceptaré su juicio, pero no antes”. Me gané su respeto.
Recuerdo que mi papá me decía: “Chiquita, ya viviste campeonatos, saltos militares, saltos libres. Por favor, cuídate. No puedo dormir de la preocupación”.
Pero yo le decía que sin el paracaidismo me moriría.
Incluso cuando estaba embarazada de mi hijo Paco, seguí saltando. Iba a competir en un campeonato en París, así que no quería divulgarlo.
Pero luego casi lo pierdo en un salto. Esta pasión me llevó al límite de ser irresponsable. Lo fui. Lo único que quería era tener un avión en frente y poder saltar y saltar y sentir esa sensación, esa adrenalina.
Ahora que han pasado los años, me cuestiono cómo me atreví a todo eso.
En ese momento, sentía que estaba en la mejor faceta de mi vida, más enamorada de mi marido que nunca, con dos hijos preciosos, un buen sueldo y haciendo el deporte que me apasionaba.
Un día, en febrero de 1984, todo cambió.
Llegó la oportunidad de hacer un salto frente al entonces Presidente de México, Miguel de la Madrid.
La noche antes de ese salto, sentí algo que nunca había sentido antes. Me sentí rara, como si no quisiera saltar.
Había mucho viento. Y el viento para los paracaidistas es lo más peligroso, así que pidieron que participáramos solo los más experimentados.
Una vez abordé el helicóptero, le dije a mi esposo: “No quiero hacerlo”.
Él me respondió: “¿Tú? ¿Que siempre quieres saltar y hoy no? ¿Hoy, cuando el presidente está mirando? No podemos fallarle. Ya estamos en el aire. Es demasiado tarde”.
Le pedí un beso, y saltamos.
Teníamos que engancharnos para crear una bandera mexicana en el aire, y luego desengancharnos.
Creamos la bandera perfectamente, pero el viento empezó a halarnos. Sentí que iba a estrellarme encima del Presidente y que me iba a llevar a todo el público por delante.
Como era la más liviana, el viento me halaba con más fuerza. Halé el freno con toda la fuerza que pude.
Pero en ese entonces, si frenabas así de fuerte, se rompía el paracaídas. Y así fue.
Aterricé tras una caída libre de 25 metros. No tuve tiempo para abrir el paracaídas de emergencia.
Sentí el crujido de todos mis huesos. Luego, una sensación muy extraña: no sentía mi cuerpo en absoluto, solo mi cabeza.
Durante unos instantes, vi todo en cámara lenta e iluminado por una luz blanca brillante, algo muy bello.
Pero de repente un intenso dolor en mi cuello me trajo de nuevo a mi realidad. Estaba tendida en el suelo y todo mi cuerpo, flácido como un trapo. No podía mover aboslutamente nada.
La primera reacción de la gente a mi alrededor fue sacarme del lugar, porque la ceremonia debía continuar. Pero el presidente, a cuyos pies caí, dijo: “no, no, no, llévenla en mi helicóptero directamente al hospital militar”.
Fue la primera vez que reconocí la importancia de la respiración, porque sentía que no podía respirar. Trataba de tomar aire, pero no lo sentía.
Paco, mi hijo, tenía cuatro años y me vio saltar esa vez. Recuerdo que lo vi y pensé: “Tienes que aguantar porque él está aquí”. Verlo me dio las fuerzas para continuar. Estaba al borde de la muerte. Mientras me llevaban, logré hacerle un guiño.
Ese fue el momento exacto en el que mi vida dio un drástico giro de tenerlo todo a no tener nada.
Pasé tres años mirando al techo. Me taladraron tres clavos en el cráneo para sujetarme a algo llamado halo ortopédico. Tuve que soportar un peso de más de 18 kilos en la cabeza para tratar de alinear mi cuello con la columna vertebral.
Reconstruyeron mi cuello con un trozo de hueso de mi cadera porque se había desmoronado totalmente. Tuve que soportar mucho dolor, mucha desesperación, hasta el punto de la locura.
Durante las primeras semanas, estuve casi inconsciente. Los médicos no creían que fuera a sobrevivir.
Mi diagnóstico fue cuadraplejia. Dijeron que nunca más iba a poder mover del cuello para abajo.
Tampoco controlaba mis funciones corporales. Tenía que usar un catéter y pañales.
Mentalmente, me fui a un lugar muy oscuro. Estaba atrapada sin poderme mover ni sentir. Tenía llagas en todo el cuerpo por tanto estar quieta que se infectaban y apestaban. Me sentía como un trapo inútil.
Yo digo que, si existe el infierno, yo lo viví y mis hijos lo vivieron conmigo. Pero también eso nos fortaleció. Mis hijos fueron el motor que me impulsó a seguir. Eso, y la rabia que le tenía a mi ex.
Estaba devastada. Sentía que estaba en lo más profundo de la oscuridad y que me estaba perdiendo en mis pensamientos de que sería más fácil si estuviera muerta.
Cuando volví a casa, mis hijos saltaban de alegría, pero yo estaba destrozada por la depresión.
Fue tan triste para mis hijos descubrir que tenían una mamá tan enojada y demandante; estaba fuera de mí. A veces hay tanto dolor interno que no sabes dónde ponerlo. Me desquité con ellos.
Mariela dejó de hablar. Sus profesores me dijeron que se quedaba en un rincón durante el recreo completamente muda.
Paco se metía en peleas con otros niños siempre que tenía el chance. Lo expulsaron de siete colegios. Así que sí, nuestras vidas cambiaron mucho cuando salí del hospital.
Yo realmente creía que iba a salir caminando del hospital, así que no poder hacerlo me enfadó y me deprimió muchísimo.
Pensaba: “¿De qué les sirvo a mis hijos si al volver del colegio se encuentran con una madre tumbada sin control de esfínteres y sin comida en la mesa para ellos?”
Yo no quería limosnas de nadie. Era demasiado orgullosa para recibir ayuda.
Empecé a vender cosas por teléfono. Luché por mi pensión y por encontrar la manera de sobrevivir. Pero seguía hundiéndome en la oscuridad y la depresión.
Llegué a un punto en el que pensé que era mejor dejar a mis hijos sin madre que tener que soportar esto. Ya ni quería abrir los ojos. Había decidido suicidarme. Llevaba varios días sin comer. Me estaba desvaneciendo.
Fue ahí cuando conocí a Martha, mi terapeuta. Cuando hablé con ella, sentí algo muy especial en sus ojos, sentí que me hablaba desde el corazón. Y recuerdo perfectamente que me dijo: “He visto personas que mueven su cuerpo, pero no se mueven interiormente. Tú tienes un volcán dentro”.
Creo que, tan pronto como empiezas a sanar tu alma internamente y empiezas realmente a creer que es posible, entonces puede mejorar tu salud.
No fue sino hasta que enfrenté con toda esa desesperación, esos celos, esa intolerancia, que mi cuerpo empezó a moverse. Muy poquito al principio. Pero luego más y más.
Fue un milagro. Los doctores que vieron mis radiografías no podían creer lo que estaban viendo. Con mi diagnóstico, se suponía que solo podía mover los ojos y nada más. Pero he ido recuperando más y más movimientos.
Lo que más me cuesta es mover las manos. Pero puedo sentir mi cuerpo. Lo siento incluso más intensamente que cuando caminaba.
En ese camino, llegó un día que estaba meditando en mi jardín y sentí una iluminación, una sensación de dicha que nunca había sentido en mi vida, ni siquiera durante mis mejores saltos. Me sentí abrumada por tanta energía y tanto placer. Incluso pensé que la silla de ruedas, que tanto odiaba usar todos los días, había sido mi mejor maestra.
Entonces fui a buscar a Martha, mi terapeuta, y le dije que quería compartir lo que había aprendido en mi proceso con otras personas en condición de discapacidad. Y así fue como encontré la misión de mi vida.
Con su ayuda, creé la Fundación Humanista de Ayuda a Discapacitados, o Fhadi, para ayudar a otros mexicanos con discapacidad motriz.
En estos más de 25 años, hemos encontrado personas en estado de abandono muy graves: No tenían una silla de ruedas. Los dejaban en el suelo, indefensos, con solo 23 o 28 años. Fue muy triste descubrir que todo esto existe.
Pero ahora uno de los mayores tesoros de mi vida es ver a estas personas crecer y prosperar, como yo lo hice. Me da mucho placer y satisfacción.
Ahora soy más libre que nunca. Y lo logré estando presente en mi propia vida, en cada momento de la manera más sencilla y natural.
Aún necesito fisioterapia y ayuda porque no puedo mover las manos. Pero saboreo la vida más profundamente y me siento incluso mejor que cuando caminaba. Me siento feliz.
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