Este libro no solo es la narración de la autora acerca de la búsqueda de su padre y de sus sentimientos y emociones como hija de un hombre que cuando ella era niña se fue “por lo cigarros”. No es solo un libro con la portada de un hombre sin rostro, es una fotografía con panorámica nacional y atemporal del México patriarcal que este septiembre festejará a “los padres de la patria”, porque las madres de la patria estaban en casa criando y cuidando, orilladas por el silencio de la historia.
La autora describe al Padre persona y también al Padre Estado que abandona a sus hijos a la marginalidad, el que no reparte equitativamente las riquezas, el que ve en las mujeres un objeto, ese padre que nos hace vivir en violencia ya sea en el corazón de la Ciudad de México o en Ciudad Nezahualcóyotl o de la provincia michoacana, en todos los escenarios las brechas de desigualdad nos recuerdan al México clasista, xenófobo, colonial, elitista y machista al que llamamos Patria, y lo es, porque es la tierra de los padres, con las reglas a su favor.
“La Cabeza de mi Padre” incentiva reflexiones y discusiones internas, colectivas y políticas. Sin duda, su obra es clara al decir que en México el derecho de los hombres a abortar existe y es otro privilegio masculino. Justamente este 6 de septiembre la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) acaba de despenalizar el aborto a nivel federal, en respuesta al amparo impulsado por GIRE. Esto es un escaño en décadas de lucha en la que las mujeres y las personas con capacidad de gestar pueden decidir sin ser criminalizadas por ello, en comparación a los hombres que llevan toda la historia abortando a hijas e hijos por el derecho fálico.
Y entonces tiene sentido uno de los planteamientos de Alma Delia Murillo ante el abandono de su padre y los progenitores en México: “Mi padre, en cambio, sí abortó. ¿O no? Porque, bien visto, al menos en este país, son los hombres quienes abortan masivamente; son los hombres quienes abortan de facto a sus hijos, legiones de padres renuncian a millones de hijos y no tuvieron que promover ninguna ley ni arriesgar el cuerpo en una clínica insalubre, nada”.
El doble parámetro grita que a las mujeres que abortan se les culpe de asesinas, de pecadoras, de antinatural, mientras que a los hombre que abandonan a sus parejas al conocer del embarazo, o meses o años después de nacido o nacida la hija, son vistos como libres por naturaleza, como víctimas de mujeres que buscaron atraparlos con el pretexto de la paternidad. Tenemos al Frente Nacional de la Familia en contra del derecho a interrumpir el embarazo, del derecho a decidir sobre el cuerpo y la identidad propia, pero a favor de la “familia tradicional”.
La “familia tradicional” salvaguarda las buenas costumbres de someterse al patriarcado. No hay nada que haga más daño a la infancia y a la ciudadanía que este ideal, sobre todo cuando la membresía de “familia tradicional” es inalcanzable para más de 10 millones de hogares en el país (CONAPO 2020), en donde las madres son el único sustento económico, de crianza y de cuidado, porque cuando hacemos cálculos se nos olvida que un niño o una niña no solo vive y crece por ingreso económico, sino por los cuidados que llevan a cabo, en su mayoría mujeres, aún con padres presentes –al menos físicamente y/o económicamente–.
Así como la madre de la escritora Alma Delia Murillo, las mujeres trabajan en la informalidad o con dobles jornadas de trabajo para mantener a sus familias, mientras cargan con el estigma de no haber sido “buenas mujeres” para que el esposo se quedara, de no ser “buenas madres”, de ser mujeres de “fácil acceso” porque no tiene un hombre a su lado. Con esa carga crecen hijos e hijas cuyos padres decidieron dejar de lado sus obligaciones, en el que la deshonra impuesta por la sociedad no está en el padre irresponsable sino en el hijo o la hija sin padre y en la madre “luchona” (porque, claro, también está la burla y discriminación a las madres autónomas). Es conmovedor leer la admiración, empatía, comprensión y respeto que la autora refleja por su madre, donde resalta su fortaleza, su compromiso y amor por sus hijos, mientras que la sociedad la juzgaba por haber tenido tantos hijos.
“La Cabeza de mi Padre” es el relato feminista al visibilizar el impacto de los abandonos que realizan incluso los padres que viven en el hogar por siempre; pero también es feminista al no idealizar o poner en un pedestal a las mujeres, sino verlas como personas; no como la inmaculada madre, sino como la resiliente mujer que tiene también deseos sexuales, que ejerce violencias, que se equivoca y pide perdón. Al hablar de la ausencia de su padre reconoce la presencia, no perfecta, de su madre, cuando socialmente nos han enseñado a juzgar y a culpar a nuestras madres por cada herida o cada error que cometas, pero de los padres no se habla.
Alma Delia crea un relato profundo que también duele, que nos habla de la violencia sexual contra las mujeres en la infancia y en la adultez, nos habla del dolor callado, de la pobreza que duele hasta los dientes, de los zapatos apretados, de los zapatos rojos abandonados, y nos aprieta el alma porque las historias que ahí se narran de abuso sexual, de violación, podrían incluso ser un diario íntimo comunitario, donde niñas callan durante años los abusos, buscando el silencio como bálsamo para el dolor y así ha sido la realidad milenaria de las mujeres cuando ni siquiera sabíamos qué significa ser una.
Es una obra feminista porque retrata a las mujeres en el ámbito laboral, a mujeres como ella que, pese a su brillantez, tenían que acomodarse donde no deslumbraran, donde su luz no opacara a los hombres; a desdibujarse para que la mirada patriarcal no la identificara como un riesgo al que hay que atacar y poseer, y en sus palabras se dibuja el síndrome de la impostora del “no eres suficiente, no eres digna”… y, bueno, el abandono de los padres nos han dicho eso y si las personas que se suponen deben amarte te ven como “No Merecedora” de atención, de manutención, de amor, ¿por qué hemos de creer que merecemos algo diferente? Y esa es otra estrategia patriarcal, el penetrar en nuestro inconsciente para decirnos que somos huérfanas, el violar hasta nuestra imagen y el respeto por nosotras.
En las páginas de esta obra literaria también vemos la desgracia humana del padre alcohólico donde la pobreza, la desgracia y la salud mental juegan en contra de toda una familia. Las palabras son fuertes: el monstruo, el loco, el borracho… el mal marido y peor padre, el cobarde, el que había huído, el padre finado y refinado. El muerto vivo. La narrativa es resonante por sincera, porque su tinta es la emoción más pura, y la autora se permite eso, lo cual es valioso ya que en un mundo de plumas masculinas, hablar de la emoción parece una debilidad y sin duda es una fortaleza y un derecho: “Cómo vamos a reparar todo lo que se ha roto si luego de pelar mil batallas se espera que las heridas de guerra sean al mismo la parte civilizada, silenciosa y protocolaria que pide permiso al mundo para hablar de su dolor. ¿Cómo vamos a reparar todo lo que está roto?”.
Es un texto disruptivo que va contra la idea judeo cristiana de “honrarás a tu padre” y donde la culpa es de quien no perdona, juzga o cuestiona y no de quien abandona y de quien lastima: “El día que abdicaste como padre, el día que decidiste dejar de cuidarme. Y mira si tu tragedia es grande, papá, porque ese día moría, pero solo para ti”. Una obra valiente que habla de las aventuras, como en la Eneida, que enfrenta una hija por encontrar a su padre, por tener un rostro y un recuerdo, que la autora busca regalarse a ella misma, pero también es valiente porque habla del dolor guardado que se convierte en ansiedad, se permite hablar de lo que se calla, la mente y sus laberintos de la salud mental.
“La Cabeza de mi Padre” es en todo momento un análisis y una crítica social donde la autora se permite el reproche, el cinismo del privilegio, y deja ver sus heridas y sus herramientas para sanar; son las letras de la autora que describen las condiciones de pobreza, desigualdad, carencia, abandono estatal y discriminación en los que han vivido y muerto gran parte de la población, que en este país servicios públicos básicos son un privilegio, en el que el acceso a la educación, a la salud, al trabajo digno, al ingreso y a la justicia depende dónde te encuentres en la escala de privilegio; donde el color de tu piel, tu género, tu nivel económico, o tu código postal definen tus derechos.
Cuando el terremoto destruyó su casa, Tayeb ait Ighenbaz tuvo que elegir a quién salvar. La decisión de rescatar a su hijo de los escombros y dejar morir a sus padres aún lo atormenta.
Tayeb ait Ighenbaz se vio obligado a elegir entre salvar a su hijo de 11 años o a sus padres cuando estos quedaron atrapados bajo los escombros tras el devastador terremoto en Marruecos del pasado viernes.
El pastor de cabras de una pequeña comunidad en las montañas del Atlas dice que está atormentado por la decisión que tuvo que tomar.
Tayeb estaba con su esposa, sus dos hijos y sus padres el viernes por la noche en su pequeña casa de piedra cuando esta fue sacudida por el mayor terremoto que ha sufrido el país en 60 años.
Acompaño a Tayeb a su antigua casa que ahora está en ruinas.
Todavía se puede ver parcialmente el interior de la construcción. Él señala los escombros mientras me dice: “Allí es donde estaban”.
“Todo pasó muy rápido. Cuando sucedió el terremoto, todos corrimos hacia la puerta. Mi padre estaba durmiendo y yo le grité a mi madre que saliera, pero ella se quedó a esperarlo”, dice.
Del otro lado, él solo podía ver a su esposa y a su hija.
Cuando regresó a la casa derrumbada, Tayeb encontró a su hijo y a sus padres atrapados entre los escombros. La mano de su hijo se asomaba entre los cascotes.
Sabía que tenía que actuar rápidamente, y se dirigió hacia donde estaba su hijo Adam, y comenzó a cavar deseperadamente para sacarlo.
Cuando fue a buscar a sus padres, atrapados bajo una gran losa de piedra, dice que ya era demasiado tarde.
“Tuve que escoger entre mis padres y mi hijo”, dice con lágrimas en los ojos.
“No pude ayudar a mis padres porque una pared cayó sobre sus cuerpos. Es muy triste. Vi como morían mis padres”.
Tayeb señala las manchas sobre su pantalón, y me dice que es la sangre de sus padres. Toda su ropa está dentro de su casa. No ha podido cambiarse desde que se produjo el sismo.
La familia vive ahora junto a sus parientes en carpas improvisadas cerca de su antigua casa. Tayeb cuenta que todo su dinero está en la casa, y que la mayoría de sus cabras han muerto.
“Es como haber nacido otra vez en una nueva vida. Sin padres, sin casa, sin comida, sin ropa. Tengo 50 años y tengo que empezar de nuevo”, dice.
Él no puede ahora pensar en cómo continuar, pero se acuerda de las lecciones que le enseñaron sus padres.
“Siempre me decían ‘sé paciente, trabaja duro, nunca te rindas’”.
Mientras conversamos, su hijo Adam se acerca vestido con una camiseta del club de fútbol Juventus con el nombre de Ronaldo en la espalda, y abraza a su padre.
“Mi papá me salvó de la muerte”, dice sonriendo.
Unos metros más lejos, camino a la ciudad de Amizmiz, otro hijo abraza a su padre.
Abdulmajid ait Jaefer dice que estaba en su casa con su esposa y sus tres hijos cuando comenzó el terremoto y “el piso se cayó”.
Su hijo Mohamed, de 12 años, salió del edificio, pero el resto de la familia quedó atrapada.
Abdulmajid cuenta que sus piernas quedaron atrapadas bajo los escombros, pero que un vecino lo ayudó a salir.
Luego pasó dos horas tratando de rescatar a su esposa y a una de sus hijas.
Las dos estaban muertas cuando logró sacarlas de entre los escombros.
Al día siguiente, el cuerpo sin vida de otra de sus hijas fue rescatado.
Abdulmajid, de 47 años, duerme ahora bajo un toldo frente a lo que quedó de su casa.
Puede ver la cocina, con la nevera aún de pie y ropa colgada puesta a secar.
Dice que no puede abandonar la zona porque necesita “hacer guardia” para proteger sus posesiones, y el recuerdo de su vida allí.
“Esa es mi cocina y mi nevera. Todos estábamos allí. Ahora solo puedo mirar hacia allí”, dice.
Antes del viernes, Abdulmajid dice que nunca jamás pensó en un terremoto. “Incluso ahora, no lo puedo creer”.
Mientras conversamos, un auto para cerca de nosotros y un grupo de gente baja para ofrecer sus condolencias. Otros que caminan por la calle se detienen para darle un abrazo al padre y esposo.
“Éramos cinco en mi familia. Ahora somos dos”, me dice con tristeza.
“Por el momento, solo puedo pensar en una cosa: mi hijo”.
Reporteo adicional: Wahid El Moutanna.
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