El viernes 25 de agosto se cumplen seis años desde que se produjera un éxodo que llevó a más de 700.000 personas rohingya a salir de Myanmar, tratando de escapar de una campaña selectiva y violenta del Ejército de ese país, para buscar refugio en Cox Bazar, en el sureste de Bangladesh.
Hoy, las necesidades médicas en el que está considerado como el mayor conjunto de campos de refugiados del mundo son acuciantes, mientras que la ayuda humanitaria que recibe el millón de personas que lo habitan resulta cada vez más insuficiente. En un contexto mundial marcado por múltiples emergencias, muchas de ellas de gran magnitud, la financiación internacional para dar respuesta a esta crisis se ve sometida a sucesivos recortes de fondos año tras año.
Esto hace que la situación para los rohingya sea cada vez más preocupante: siguen siendo apátridas, no disponen de un estatus legal y no se les permite trabajar ni salir de los campos. 1 Dependen casi por completo de la ayuda humanitaria y desde el estallido de la COVID-19, viven en terrenos rodeados de vallas y de alambradas de espino.
Lo que en agosto de 2017 fue una solución temporal para ofrecer refugio a personas que escapaban de una violencia atroz se ha convertido en una crisis prolongada para la que no se vislumbra ninguna solución razonable. Y por el momento, el regreso de los refugiados rohingya a Myanmar sigue siendo una quimera, pues para ello necesitarían que se les garanticen sus derechos, incluido el reconocimiento de su ciudadanía y el retorno seguro a sus hogares.
Aunque los campos disponen ahora de mejores carreteras, más letrinas y agua potable que en el momento álgido inicial de la emergencia, la gente sigue viviendo hacinada en refugios y no se les permite la construcción de estructuras permanentes. Los incendios han destruido miles de refugios, lo que supone un riesgo constante para la seguridad de quienes viven en los campos. Además, como la zona es propensa a sufrir los efectos de desastres naturales, los refugios, que están construidos con bambú y láminas de plástico, suelen resultar dañados o destruidos por los fuertes vientos, las lluvias torrenciales y los corrimientos de tierra.
Aunque el acceso a alimentos, agua y atención sanitaria depende por completo de la ayuda humanitaria internacional, en los últimos dos años, el compromiso de la comunidad internacional con el llamamiento de financiación humanitaria de la ONU ha ido disminuyendo: de llegar a cubrirse alrededor del 70 % en 2021, se pasó al 60 % en 2022 y a alrededor del 30 % en lo que va de 2023. 2 En marzo, las raciones de alimentos del Programa Mundial de Alimentos se redujeron del equivalente a 12 dólares por persona al mes a tan solo 10 dólares, y luego, en junio, a sólo 8.
“La vida en el campo es muy difícil. Si quieres comprar arroz, no puedes comprar aceite. Si compras aceite, no puedes comprar suficiente arroz. En este último mes ha habido cambios también en las raciones de alimentos. La gente ya no recibe raciones completas. No recibimos la cantidad de alimentos suficientes. Tampoco recibimos la cantidad de agua necesaria para beber”, afirma Noyum, refugiado rohingya.
Las insalubres condiciones de vida dan lugar a la aparición y al incremento de problemas de salud. El año pasado, los pacientes con dengue se multiplicaron por diez con respecto al año anterior y a principios de 2023 se registró el mayor aumento semanal de pacientes con cólera desde 2017. El 40 % de las personas que viven en los campos padecen sarna. Es una cifra que supera con creces el umbral del 10% recomendado por la Organización Mundial de la Salud para iniciar una administración masiva de medicamentos contra los brotes de sarna.
“Antes de regresar a los campos rohingya de Bangladesh, pensé que la situación no podría ser peor que lo que presencié en 2017. Recuerdo que en aquel entonces tratamos heridas de bala, personas con quemaduras y pacientes afectados por múltiples brotes de enfermedades. Las escenas eran desgarradoras. Escuchar los relatos de aquellas personas que acababan de perder sus hogares y que se trasladaban a un campamento abarrotado sin nada más que bambú y lonas sobre sus cabezas es algo que me dejó marcado y que nunca olvidaré. Pero ahora, seis años después, estas mismas personas se enfrentan a una serie de problemas sin precedentes. Uno: el mayor brote de sarna del mundo. Más de 400.000 rohingya han contraído esta enfermedad. Dos: la reducción de la ayuda internacional. Y tres: unos servicios de agua y saneamiento completamente inaceptables”, asegura Arunn Jegan, coordinador general de MSF en los campos de refugiados rohingya.
Los equipos de MSF son testigos de los problemas a los que se enfrentan los hospitales y centros de salud que dependen de la financiación internacional y de las enormes dificultades que atraviesan las organizaciones encargadas de mantener las condiciones adecuadas de saneamiento en los campos.
Esta situación ha supuesto una creciente presión a lo largo de los dos últimos años sobre los servicios que presta MSF, uno de los principales proveedores de cuidados médicos dentro de los campos. La organización ha alcanzado el límite de su capacidad en varias áreas y se ha visto obligada a cambiar los criterios de ingreso en sus centros sanitarios para hacer frente a las abrumadoras necesidades médicas de los pacientes que acuden a sus instalaciones.
Sus equipos llevan desde el comienzo del éxodo tratando a pacientes que sufren las consecuencias de las difíciles condiciones de vida en los campos: enfermedades infecciosas, infecciones respiratorias, intestinales y cutáneas. Pero a lo largo de los años, también han ido observando una creciente necesidad de tratar a personas con enfermedades crónicas como la diabetes, la hipertensión o la hepatitis C, relacionadas principalmente con la falta de acceso a la atención sanitaria que ya tenían los rohingya en Myanmar.
El número de pacientes que llegan al ambulatorio del “hospital de la colina” de MSF aumentó un 50 % durante 2022. Esta situación está íntimamente relacionada con el cierre de varios centros de salud en la zona en el último año. Tanto en este hospital como en el hospital materno-infantil de la organización en Goyalmara, el número de ingresos pediátricos experimentó un aumento inusualmente alto de enero a junio de 2023 en comparación con el mismo periodo del año anterior. En julio de este año, cuando comienza el tradicional pico de necesidades médicas de cada año, el área pediátrica ya estaba al máximo de su capacidad.
Aunque MSF no se vea directamente afectada por la crisis de financiación, pues su trabajo se lleva a cabo fundamentalmente con fondos privados, el creciente número de consultas e ingresos de pacientes ejerce una enorme presión sobre sus recursos humanos y crea diversos problemas en la gestión de camas hospitalarias y en el suministro de medicamentos.
En el caso de la pediatría, y en previsión de que durante las próximas semanas se produzca un nuevo incremento de necesidades médicas, MSF ha instalado nuevas camas provisionales para alojar a más pacientes en el hospital materno-infantil de Goyalmara. Aun así, desde el año pasado los equipos de MSF también han tenido que ingresar cada vez más pacientes pediátricos en el “hospital de la colina”, que en condiciones normales estaría destinado a atender solamente a pacientes adultos. Esto requiere de camas adicionales en el hospital y ejerce presión sobre los demás departamentos. Y a pesar de todo ello, MSF teme que, incluso a corto plazo, el aumento de camas no sea suficiente para cubrir todas las necesidades.
“No es el momento de reducir la financiación. Quitar dinero de esta crisis para mandarlo a otras es un juego muy arriesgado. Es necesario que se hagan esfuerzos diplomáticos para aliviar las restricciones impuestas a los rohingya y se les permita circular libremente. ¿Cuánto tiempo más deben esperar para que se les reconozcan sus derechos? Hablas con la gente de aquí y nadie puede ocultar la desesperación que sienten. ¿Cómo puede alguien sobrevivir con 8 dólares al mes para comer, al tiempo que le están diciendo que no puede trabajar ni recibir una educación adecuada? En pocas palabras, contener a los rohingya en campos de refugiados indefinidamente mientras se reducen los fondos no es ni una estrategia humanitaria coherente, ni corresponde a un mundo civilizado del que uno pueda sentirse orgulloso”, concluye Arunn Jegan.
Mientras los rohingya que habitan los campos de refugiados de Bangladesh sigan confinados y atrapados en un ciclo de dependencia de la ayuda humanitaria, resulta imperativo que los donantes internacionales aumenten significativamente sus contribuciones financieras. Es la única manera de garantizar que reciban un apoyo y unos servicios adecuados y de evitar que se produzcan más consecuencias irreversibles en su salud física y mental.
1 Los rohingya son la mayor población apátrida del mundo y una de las minorías étnicas más perseguidas. Desde que en 1982 se les privó de su ciudadanía en Myanmar, han sufrido ciclos de violencia selectiva extrema y se enfrentan a restricciones en todos los aspectos de su vida, como la libertad de movimiento, falta de acceso al mercado laboral, falta de acceso a una educación formal y falta de atención sanitaria. Para más información, aquí.
2 Fuente FTS OCHA. Disponible aquí.
Mi pasión por el paracaidismo me llevó al límite, pero un accidente que me alejó de él para siempre me reveló mi verdadera misión en la vida.
La mexicana Tony Osornio ha sido una apasionada del paracaidismo. Su amor por este deporte de riesgo la llevó a ganar varios campeonatos e, incluso, a alcanzar el grado de subteniente en el ejército de su país, cuando no había mujeres soldados.
Pero en 1984, sufrió un accidente que cambió su vida para siempre.
Esta nota es una adaptación de la entrevista que le dio Tony al programa de radio BBC Outlook sobre su increíble historia.
Nací y crecí en un hogar muy tradicional en San Juan del Río, Querétaro, a unas dos horas de Ciudad de México.
Soy la más joven y la única mujer de cuatro hermanos. Siempre fui tan inquieta que mi papá decía que tenía la energía de mis tres hermanos juntos.
Con mi mamá tuve problemas porque ella decía que las mujeres pertenecíamos a la casa y que los hombres eran los que tenían que salir a la calle. Nunca me dejó ir a estudiar en la ciudad de Querétaro.
Yo sentía que, en vez de acercarme, me alejaba con tantas exigencias. Incluso me golpeaba por desobedecer. Pero, aun así, yo me escondía de ella para hacer el trabajo de mis hermanos, jugar futbol con ellos y mojarme en la lluvia, todo lo que se suponía que no debía hacer.
Me sentía como en una prisión. Llegó un punto en el que no podía soportarlo más. Si mi mamá no me dejaba salir, entonces tendría que encontrar la forma de escapar.
Resolví que me iría con el primer hombre que se quisiera casar conmigo.
Antes de que cumpliera 17, mi primer y único novio me propuso matrimonio. Yo le dije que sí, si me permitía estudiar y salir y tener más libertad.
Mi papá intentó convencerme de que no lo hiciera. Incluso me dijo que me compraría un carro si me quedaba hasta terminar la secundaria.
Pero yo estaba decidida. Quería casarme para salir de allí.
Me casé realmente emocionada de tener esa libertad, de tener una aventura.
Mi marido estaba en el ejército, así que sentía que estaba entrando en un mundo nuevo. Le encantaban los pasatiempos llenos de adrenalina, como conducir carros rápidos y motos y también el paracaidismo.
La verdad es que al principio mi matrimonio fue muy divertido. Nos gustaban las mismas cosas y aprendí mucho de él porque era 11 años mayor que yo. El día que me casé no estaba enamorada, pero con el tiempo me enamoré y los dos nos queríamos mucho.
Luego llegó mi primera hija, Mariela. Fue algo hermoso y maravilloso, pero también muy difícil para mí. Mi marido seguía en el ejército y viajaba mucho, a veces por meses.
Fue abrumador sentir que yo tenía que estar ahí con ella y cuidarla. Sentí que esa bebé se interponía en mi camino.
Pero mi marido era comandante de la brigada paracaidista, así que solía hacer saltos militares con el ejército.
Le pregunté si podía saltar con él del avión militar cada vez que él saltara. Podría ponerme un uniforme. Nadie se daría cuenta y no costaría nada.
Me dijo que estaba loca. Luego de un mes de insistencia, cedió.
Yo escondía mi cara debajo del casco y no miraba a nadie. Hasta que un día hubo una exhibición ante el Secretario General y el Presidente del Ejército.
Pensamos que como estábamos lejos nadie se daría cuenta, así que salté y todo fue perfecto. Fui la primera en aterrizar, quitarme el overol y ponerme en formación saludando a la bandera.
“¿Por qué hay una mujer aquí? No hay ninguna mujer en el ejército”, preguntó el Secretario General.
Fue una situación rara. Mi marido podía terminar fusilado por haber roto las reglas.
Así que aproveché la oportunidad y pedí enlistarme en el ejército. Todo el mundo me miraba como si estuviera loca.
“Con tu apoyo, te prometo que seremos un grupo de paracaidistas que llevará en alto el nombre de México”, le dije al Secretario.
Para convertirme en soldado y recibir el mismo trato que los demás, iba a tener que superar unas duras pruebas físicas. Una de ellas consistía en correr 20 kilómetros, llevando una gran mochila.
La primera vez que lo intenté, solo logré correr cinco y me vomité. Los demás reclutas me ridiculizaron y me enfurecí.
Pero no me rendí. Entonces, antes de llevar a mi hija al colegio, corría por todo el barrio. Pasaron meses antes de que pudiera demostrar que las mujeres también podíamos hacerlo.
Empecé a ver la belleza de estar en el ejército y defender a tu país. Por otro lado, era doloroso porque muchos hombres se burlaban de mí y hablaban de mí a mis espaldas.
Había noches en las que llegaba a casa y me pasaba la noche llorando y pensando que no iba a poder con todos esos hombres.
Un día me enfadé muchísimo y les grité: “Cuando puedan hacer los saltos que yo hago y tengan todos los trofeos que tengo, entonces aceptaré su juicio, pero no antes”. Me gané su respeto.
Recuerdo que mi papá me decía: “Chiquita, ya viviste campeonatos, saltos militares, saltos libres. Por favor, cuídate. No puedo dormir de la preocupación”.
Pero yo le decía que sin el paracaidismo me moriría.
Incluso cuando estaba embarazada de mi hijo Paco, seguí saltando. Iba a competir en un campeonato en París, así que no quería divulgarlo.
Pero luego casi lo pierdo en un salto. Esta pasión me llevó al límite de ser irresponsable. Lo fui. Lo único que quería era tener un avión en frente y poder saltar y saltar y sentir esa sensación, esa adrenalina.
Ahora que han pasado los años, me cuestiono cómo me atreví a todo eso.
En ese momento, sentía que estaba en la mejor faceta de mi vida, más enamorada de mi marido que nunca, con dos hijos preciosos, un buen sueldo y haciendo el deporte que me apasionaba.
Un día, en febrero de 1984, todo cambió.
Llegó la oportunidad de hacer un salto frente al entonces Presidente de México, Miguel de la Madrid.
La noche antes de ese salto, sentí algo que nunca había sentido antes. Me sentí rara, como si no quisiera saltar.
Había mucho viento. Y el viento para los paracaidistas es lo más peligroso, así que pidieron que participáramos solo los más experimentados.
Una vez abordé el helicóptero, le dije a mi esposo: “No quiero hacerlo”.
Él me respondió: “¿Tú? ¿Que siempre quieres saltar y hoy no? ¿Hoy, cuando el presidente está mirando? No podemos fallarle. Ya estamos en el aire. Es demasiado tarde”.
Le pedí un beso, y saltamos.
Teníamos que engancharnos para crear una bandera mexicana en el aire, y luego desengancharnos.
Creamos la bandera perfectamente, pero el viento empezó a halarnos. Sentí que iba a estrellarme encima del Presidente y que me iba a llevar a todo el público por delante.
Como era la más liviana, el viento me halaba con más fuerza. Halé el freno con toda la fuerza que pude.
Pero en ese entonces, si frenabas así de fuerte, se rompía el paracaídas. Y así fue.
Aterricé tras una caída libre de 25 metros. No tuve tiempo para abrir el paracaídas de emergencia.
Sentí el crujido de todos mis huesos. Luego, una sensación muy extraña: no sentía mi cuerpo en absoluto, solo mi cabeza.
Durante unos instantes, vi todo en cámara lenta e iluminado por una luz blanca brillante, algo muy bello.
Pero de repente un intenso dolor en mi cuello me trajo de nuevo a mi realidad. Estaba tendida en el suelo y todo mi cuerpo, flácido como un trapo. No podía mover aboslutamente nada.
La primera reacción de la gente a mi alrededor fue sacarme del lugar, porque la ceremonia debía continuar. Pero el presidente, a cuyos pies caí, dijo: “no, no, no, llévenla en mi helicóptero directamente al hospital militar”.
Fue la primera vez que reconocí la importancia de la respiración, porque sentía que no podía respirar. Trataba de tomar aire, pero no lo sentía.
Paco, mi hijo, tenía cuatro años y me vio saltar esa vez. Recuerdo que lo vi y pensé: “Tienes que aguantar porque él está aquí”. Verlo me dio las fuerzas para continuar. Estaba al borde de la muerte. Mientras me llevaban, logré hacerle un guiño.
Ese fue el momento exacto en el que mi vida dio un drástico giro de tenerlo todo a no tener nada.
Pasé tres años mirando al techo. Me taladraron tres clavos en el cráneo para sujetarme a algo llamado halo ortopédico. Tuve que soportar un peso de más de 18 kilos en la cabeza para tratar de alinear mi cuello con la columna vertebral.
Reconstruyeron mi cuello con un trozo de hueso de mi cadera porque se había desmoronado totalmente. Tuve que soportar mucho dolor, mucha desesperación, hasta el punto de la locura.
Durante las primeras semanas, estuve casi inconsciente. Los médicos no creían que fuera a sobrevivir.
Mi diagnóstico fue cuadraplejia. Dijeron que nunca más iba a poder mover del cuello para abajo.
Tampoco controlaba mis funciones corporales. Tenía que usar un catéter y pañales.
Mentalmente, me fui a un lugar muy oscuro. Estaba atrapada sin poderme mover ni sentir. Tenía llagas en todo el cuerpo por tanto estar quieta que se infectaban y apestaban. Me sentía como un trapo inútil.
Yo digo que, si existe el infierno, yo lo viví y mis hijos lo vivieron conmigo. Pero también eso nos fortaleció. Mis hijos fueron el motor que me impulsó a seguir. Eso, y la rabia que le tenía a mi ex.
Estaba devastada. Sentía que estaba en lo más profundo de la oscuridad y que me estaba perdiendo en mis pensamientos de que sería más fácil si estuviera muerta.
Cuando volví a casa, mis hijos saltaban de alegría, pero yo estaba destrozada por la depresión.
Fue tan triste para mis hijos descubrir que tenían una mamá tan enojada y demandante; estaba fuera de mí. A veces hay tanto dolor interno que no sabes dónde ponerlo. Me desquité con ellos.
Mariela dejó de hablar. Sus profesores me dijeron que se quedaba en un rincón durante el recreo completamente muda.
Paco se metía en peleas con otros niños siempre que tenía el chance. Lo expulsaron de siete colegios. Así que sí, nuestras vidas cambiaron mucho cuando salí del hospital.
Yo realmente creía que iba a salir caminando del hospital, así que no poder hacerlo me enfadó y me deprimió muchísimo.
Pensaba: “¿De qué les sirvo a mis hijos si al volver del colegio se encuentran con una madre tumbada sin control de esfínteres y sin comida en la mesa para ellos?”
Yo no quería limosnas de nadie. Era demasiado orgullosa para recibir ayuda.
Empecé a vender cosas por teléfono. Luché por mi pensión y por encontrar la manera de sobrevivir. Pero seguía hundiéndome en la oscuridad y la depresión.
Llegué a un punto en el que pensé que era mejor dejar a mis hijos sin madre que tener que soportar esto. Ya ni quería abrir los ojos. Había decidido suicidarme. Llevaba varios días sin comer. Me estaba desvaneciendo.
Fue ahí cuando conocí a Martha, mi terapeuta. Cuando hablé con ella, sentí algo muy especial en sus ojos, sentí que me hablaba desde el corazón. Y recuerdo perfectamente que me dijo: “He visto personas que mueven su cuerpo, pero no se mueven interiormente. Tú tienes un volcán dentro”.
Creo que, tan pronto como empiezas a sanar tu alma internamente y empiezas realmente a creer que es posible, entonces puede mejorar tu salud.
No fue sino hasta que enfrenté con toda esa desesperación, esos celos, esa intolerancia, que mi cuerpo empezó a moverse. Muy poquito al principio. Pero luego más y más.
Fue un milagro. Los doctores que vieron mis radiografías no podían creer lo que estaban viendo. Con mi diagnóstico, se suponía que solo podía mover los ojos y nada más. Pero he ido recuperando más y más movimientos.
Lo que más me cuesta es mover las manos. Pero puedo sentir mi cuerpo. Lo siento incluso más intensamente que cuando caminaba.
En ese camino, llegó un día que estaba meditando en mi jardín y sentí una iluminación, una sensación de dicha que nunca había sentido en mi vida, ni siquiera durante mis mejores saltos. Me sentí abrumada por tanta energía y tanto placer. Incluso pensé que la silla de ruedas, que tanto odiaba usar todos los días, había sido mi mejor maestra.
Entonces fui a buscar a Martha, mi terapeuta, y le dije que quería compartir lo que había aprendido en mi proceso con otras personas en condición de discapacidad. Y así fue como encontré la misión de mi vida.
Con su ayuda, creé la Fundación Humanista de Ayuda a Discapacitados, o Fhadi, para ayudar a otros mexicanos con discapacidad motriz.
En estos más de 25 años, hemos encontrado personas en estado de abandono muy graves: No tenían una silla de ruedas. Los dejaban en el suelo, indefensos, con solo 23 o 28 años. Fue muy triste descubrir que todo esto existe.
Pero ahora uno de los mayores tesoros de mi vida es ver a estas personas crecer y prosperar, como yo lo hice. Me da mucho placer y satisfacción.
Ahora soy más libre que nunca. Y lo logré estando presente en mi propia vida, en cada momento de la manera más sencilla y natural.
Aún necesito fisioterapia y ayuda porque no puedo mover las manos. Pero saboreo la vida más profundamente y me siento incluso mejor que cuando caminaba. Me siento feliz.
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