Cuando Fabián Chires recibió la noticia de que es VIH positivo, sabía que debía hacerse exámenes médicos, acudir a su Capasits más cercano e iniciar el tratamiento. Pero también, buscar el acompañamiento de sus amistades para no sobrellevar la situación en soledad. Algo en él se activó rápidamente y tomó el diagnóstico con la naturalidad de quien tiene un grupo de amigos en el que algunos ya viven con el virus y han compartido sus experiencias, lo que fue fundamental ante la falta de información que asegura se encontró una vez que supo de su caso.
Él es parte de los hombres de la población LGBTTTI veracruzana que viven con VIH y tejen redes para enfrentar el estigma, la discriminación y la falta de información tras su diagnóstico, lo que los ha llevado a convertirse en activistas pues buscan apoyarse entre ellos y lograr un cambio en la forma en que se trata este virus en la sociedad.
El diagnóstico de Fabián fue hace un año, cuando acudió a la clínica para hacerse la prueba. Después de hacer los trámites que debía para empezar su tratamiento, se acercó a sus amigos, quienes tomaron la noticia como la de una persona más que debía hacer cambios en su vida y empezaron una red de complicidad, donde quienes tienen más tiempo viviendo así le comparten tips, experiencias, consejos, todo lo necesario para vivir en un mundo donde ser VIH positivo es estigmatizante.
“Con mis amigos que ya son seropositivos pues fue como ‘Ok, vamos a comer’, ya como nada, y creo que las pocas respuestas negativas que tuve fueron gente que desconocía, que ignora sobre el tema, porque todas estas personas viven con muchos prejuicios guiados por la publicidad, la televisión, el cine, que todo depara un final trágico; entonces, no, pues en general recibí mucho apoyo por parte de otras personas positivas”, contó.
Para Fabián y otros hombres de la diversidad sexual que compartieron su experiencia, las redes de apoyo que han tejido informalmente han sido lo que les ha ayudado a mejorar su calidad de vida y, sobre todo, a sentirse mejor emocionalmente, en medio de un México donde existe un fuerte estigma hacia las personas que viven con VIH y falta información acerca de los procesos que deben seguir una vez que son diagnosticadas.
En México —con corte al segundo trimestre de 2022—, viven 278 mil 599 personas diagnosticadas como VIH positivo, de acuerdo con el Centro Nacional para la Prevención y Control del VIH y el sida (Censida). En total, desde 1983 se ha diagnosticado a 341 mil 313, de las cuales 62.48% están vivas.
Veracruz es la tercera entidad con mayor porcentaje de casos: concentra el 9.3% (únicamente por detrás de la CDMX con el 13.7% y del Estado de México con 10.1%). Tan solo este año, 23 mil 967 personas han sido diagnosticadas.
Para estas personas que viven con el virus, aseguró Alex Garner, director de Participación Comunitaria de Impact Global, una de las grandes problemáticas que han detectado en materia de VIH es que los mensajes oficiales están únicamente dirigidos a la prevención o a la medicalización, pero existe un faltante de información sobre sus procesos y la forma en que viven.
Ante ello, subrayó, las instituciones han dejado de lado que se trata de personas integrales que tienen derecho a aspectos como su sexualidad, por lo que las redes de apoyo y el sentimiento de comunidad que se realiza entre hombres de la diversidad sexual es fundamental para llenar esos vacíos.
La falta de información se presenta enmedio de una situación de estigma y discriminación, que lleva a quienes son diagnosticados a tener sentimientos de culpa o problemas emocionales, afirmó Alfonso Ríos, vocero de la asociación civil CasaVer. Por ello, requieren apoyo de pares.
“Una de las cosas que muchos chicos pueden contar es que sientes esa culpa, esa culpa por tener una vida sexual plena porque fallé, la regué, y ahora qué va a pasar conmigo, porque aparte son salidas del clóset, sales del clóset como gay, sales del clóset como persona que vive con VIH, luego sales del clóset porque tienes una pareja y si es discordante y no tiene VIH, hay que estar todo el tiempo haciendo declaraciones a la gente que no tendríamos por qué hacer”, aseguró.
Uno de los temas que les afecta es ejercer la sexualidad, puesto que el estigma señala que las personas positivas ya no pueden hacerlo. Fabián se enfrentó a eso: en un inicio, vivió el rechazo de una pareja, pero fueron justamente el apoyo y los consejos de sus amigos los que le ayudaron a lograr una vida sexual plena.
“La maravilla de hacer comunidad con otras personas seropositivas es que te comparten también herramientas que a ellos les han servido y que te hacen sentir más seguro; en mi caso, en lo sexual tuve, cuando recién me detectaron, un caso de rechazo, por ejemplo, pero no muy lejano de esa experiencia tuve otra pareja que me dijo ‘Ah, bueno’; a mí me ha servido hacer más visible mi estatus para filtrar gente, la gente que tenga prejuicios no se va a acercar”, afirmó.
“Los hombres con VIH casi nunca hablamos en conjunto, las conversaciones que se dan casi siempre se dan entre profesionales de la salud y la persona que es diagnosticada o cuando alguien se va a hacer una prueba, la persona consejera y la persona diagnosticada, pero pocas veces tienes en un mismo lugar a personas positivas”, aseguró Oscar Mondragón, integrante de Inspira AC.
Señaló que este tipo de encuentros entre iguales son fundamentales porque son ellos quienes pueden entender y compartir lo que están viviendo. Por ello, aseguró que se han creado algunos espacios y personas que se encuentran haciéndolo, aunque dijo que es necesario que se fomenten más.
Cuando inició la pandemia de COVID-19, algunos hombres LGBTTTI de Veracruz se dieron cuenta de que compartían muchos problemas en común, como la falta de abasto de medicamentos; por ello, decidieron intentar ayudarse.
Como ese era el problema más apremiante, comenzaron a buscar donativos y formas de hacer entrega de medicamentos caros pero necesarios. Pero pasada la emergencia y en un ejercicio de compartir las experiencias entre ellos, notaron que no solamente enfrentaban ese problema. Todos tenían aspectos en común y podían ayudarse.
“Hay muchas formas diferentes de vivirla (la infección), tratamos de tomar esto no como una desventaja o alguien que lo haga menos, tratamos de vivirlo como algo que es parte de nosotros, si hay un antes y después (…) Cada quien tiene su proceso, cada quien sabe qué tan seguro es hablar de su estatus o no, es un tema de discriminación, de estigma laboral, sabemos de casos de chicos que no han contratado porque hacen pruebas sin que sepan o detectan que tienen sus visitas al médico”, contó Ríos, uno de los fundadores.
Así, poco a poco se fueron reuniendo a conversar entre pizzas y cervezas, pero pronto se dieron cuenta de que necesitaban mayor formalidad e hicieron alianzas con otras organizaciones de distintos puntos.
Lo que empezó como una red de amigos cercanos se ha convertido ya en espacios donde más de 40 personas llegan a buscar apoyo.
Eduardo Lugo, uno de los fundadores de CasaVer, señaló que entre las actividades que se dieron cuenta de que se necesitaban estaba crear espacios donde hablaran libremente de su vida, su sexualidad, sus dudas, sus angustias e incluso de efectos secundarios, temas normalmente no abordados.
Por eso, crean algunas dinámicas libres cada mes, donde primero hablan de sus problemas y luego las acompañan de comida o bebida. La idea es que esa red ayude a llevar las dificultades de un mundo lleno de estigmas, que sepan que están allí el uno para el otro.
En la página de internet de Censida se pueden observar mensajes para protección, uso correcto del condón, llamados a realizarse la prueba de VIH o seguridad sexual entre personas LGBTTTI. Las campañas del gobierno de Veracruz están enfocadas en detección y en explicar el virus.
Ninguna aborda esos temas en los que se acompañan entre amistades: cómo es vivir, por ejemplo, las reacciones secundarias que podrían tener por los medicamentos, a qué sitio acudir si se vive discriminación en el trabajo, cómo actuar ante un caso de discriminación, qué sucede con la sexualidad, acompañamiento emocional.
Juan Cruces, de Tabasco, recibió su diagnóstico en un lejano 1998, cuando la conversación sobre el VIH aún se centraba en grandes estereotipos, como Simón el gran varón que moría solo y lejos de casa.
En aquel momento, primero supieron del positivo de su pareja, a quien la noticia le llevó a pensar que moriría como el personaje de la canción.
Después vino la noticia para él. Se devastó. Un gesto de cariño de la recepcionista del laboratorio donde le dieron le dieron el resultado le reconfortó lo suficiente para empezar a buscar soluciones, y encontró personas que le tendieron la mano: una asociación civil que les ayudó a iniciar el tratamiento con un cobro y dio orientación, un amigo que le dio de alta en el Seguro Social para recibir los medicamentos.
Fue justo un día en el IMSS que vio la importancia de las redes de apoyo y se dio cuenta de la forma en que esas redes pueden ayudar al otro.
“Me dice la enfermera con acento tabasqueño (…) ‘Esa mujer que está allá está sidosa como usted, por qué no habla con ella para que le ayude’, yo me quedé como ‘What’, y me acerqué a Janet, que era quien conformó la red de personas afectadas por VIH, gente con VIH y gente sin VIH, familias, amigos y así, y me acerqué y era una mujer muy guapa, en sillas de ruedas, delgadita, y sí, me puse a platicar con ella y vi que había esperanzas de vida”, contó.
A partir de ahí, su vida comenzó a tomar un giro que no esperaba. Para ese momento, en su trabajo no sabían de su diagnóstico y sus muchas pastillas —en aquel entonces eran múltiples tomas— las escondía sin etiquetas para poder asegurar que eran tratamiento de diabetes. Es más, nadie sabía que era gay. Las experiencias en terapias de conversión y la expulsión del seminario para convertirse en párroco le hicieron querer guardar todo en secreto.
Pero Janet, esa activista que conoció en el IMSS, comenzó a llegar a la oficina gubernamental donde él trabajaba y, aun sin decir su diagnóstico, le apoyaba a hacer gestiones para brindar ayuda a personas de escasos recursos con el diagnóstico de VIH.
Poco a poco, se fue involucrando en el activismo con ella. Después con otra organización, hasta finalmente crear la propia. Desde ahí, hizo pública su orientación sexual y su condición de vivir con VIH. Eso le ha ayudado emocionalmente.
Pero las redes que ha tendido no solamente le ayudan a él, sino que él es quien habla con otros jóvenes, con quienes acaban de recibir el diagnóstico; les apoya y les da tips.
“Vivir con VIH cambió mi vida totalmente, tal vez me hizo ser mejor de lo que yo me he considerado siempre”, contó.
“Si lo dejo de hacer (el activismo y ser red de apoyo para los demás), voy a estar como los jubilados, que dejan de hacer y se mueren al año, y no, esto me gusta (…) Si yo no tuviera qué hacer (trabajar) y me dedicara a esto, sería feliz”.
No es el único en esa situación. Otro hombre contó que al dar positivo en la prueba se derrumbó y le habló a una amiga de Costa Rica, quien le comunicó con un doctor especialista y le dieron el rumbo a seguir y palabras de consuelo, y aún son parte de su red de apoyo. Él también hace activismo.
Y como él, otros hombres vivieron situaciones similares. Ante la falta de atención por parte de las autoridades de salud, entre todos se han convertido en activistas para ayudarse en comunidad.
Mi pasión por el paracaidismo me llevó al límite, pero un accidente que me alejó de él para siempre me reveló mi verdadera misión en la vida.
La mexicana Tony Osornio ha sido una apasionada del paracaidismo. Su amor por este deporte de riesgo la llevó a ganar varios campeonatos e, incluso, a alcanzar el grado de subteniente en el ejército de su país, cuando no había mujeres soldados.
Pero en 1984, sufrió un accidente que cambió su vida para siempre.
Esta nota es una adaptación de la entrevista que le dio Tony al programa de radio BBC Outlook sobre su increíble historia.
Nací y crecí en un hogar muy tradicional en San Juan del Río, Querétaro, a unas dos horas de Ciudad de México.
Soy la más joven y la única mujer de cuatro hermanos. Siempre fui tan inquieta que mi papá decía que tenía la energía de mis tres hermanos juntos.
Con mi mamá tuve problemas porque ella decía que las mujeres pertenecíamos a la casa y que los hombres eran los que tenían que salir a la calle. Nunca me dejó ir a estudiar en la ciudad de Querétaro.
Yo sentía que, en vez de acercarme, me alejaba con tantas exigencias. Incluso me golpeaba por desobedecer. Pero, aun así, yo me escondía de ella para hacer el trabajo de mis hermanos, jugar futbol con ellos y mojarme en la lluvia, todo lo que se suponía que no debía hacer.
Me sentía como en una prisión. Llegó un punto en el que no podía soportarlo más. Si mi mamá no me dejaba salir, entonces tendría que encontrar la forma de escapar.
Resolví que me iría con el primer hombre que se quisiera casar conmigo.
Antes de que cumpliera 17, mi primer y único novio me propuso matrimonio. Yo le dije que sí, si me permitía estudiar y salir y tener más libertad.
Mi papá intentó convencerme de que no lo hiciera. Incluso me dijo que me compraría un carro si me quedaba hasta terminar la secundaria.
Pero yo estaba decidida. Quería casarme para salir de allí.
Me casé realmente emocionada de tener esa libertad, de tener una aventura.
Mi marido estaba en el ejército, así que sentía que estaba entrando en un mundo nuevo. Le encantaban los pasatiempos llenos de adrenalina, como conducir carros rápidos y motos y también el paracaidismo.
La verdad es que al principio mi matrimonio fue muy divertido. Nos gustaban las mismas cosas y aprendí mucho de él porque era 11 años mayor que yo. El día que me casé no estaba enamorada, pero con el tiempo me enamoré y los dos nos queríamos mucho.
Luego llegó mi primera hija, Mariela. Fue algo hermoso y maravilloso, pero también muy difícil para mí. Mi marido seguía en el ejército y viajaba mucho, a veces por meses.
Fue abrumador sentir que yo tenía que estar ahí con ella y cuidarla. Sentí que esa bebé se interponía en mi camino.
Pero mi marido era comandante de la brigada paracaidista, así que solía hacer saltos militares con el ejército.
Le pregunté si podía saltar con él del avión militar cada vez que él saltara. Podría ponerme un uniforme. Nadie se daría cuenta y no costaría nada.
Me dijo que estaba loca. Luego de un mes de insistencia, cedió.
Yo escondía mi cara debajo del casco y no miraba a nadie. Hasta que un día hubo una exhibición ante el Secretario General y el Presidente del Ejército.
Pensamos que como estábamos lejos nadie se daría cuenta, así que salté y todo fue perfecto. Fui la primera en aterrizar, quitarme el overol y ponerme en formación saludando a la bandera.
“¿Por qué hay una mujer aquí? No hay ninguna mujer en el ejército”, preguntó el Secretario General.
Fue una situación rara. Mi marido podía terminar fusilado por haber roto las reglas.
Así que aproveché la oportunidad y pedí enlistarme en el ejército. Todo el mundo me miraba como si estuviera loca.
“Con tu apoyo, te prometo que seremos un grupo de paracaidistas que llevará en alto el nombre de México”, le dije al Secretario.
Para convertirme en soldado y recibir el mismo trato que los demás, iba a tener que superar unas duras pruebas físicas. Una de ellas consistía en correr 20 kilómetros, llevando una gran mochila.
La primera vez que lo intenté, solo logré correr cinco y me vomité. Los demás reclutas me ridiculizaron y me enfurecí.
Pero no me rendí. Entonces, antes de llevar a mi hija al colegio, corría por todo el barrio. Pasaron meses antes de que pudiera demostrar que las mujeres también podíamos hacerlo.
Empecé a ver la belleza de estar en el ejército y defender a tu país. Por otro lado, era doloroso porque muchos hombres se burlaban de mí y hablaban de mí a mis espaldas.
Había noches en las que llegaba a casa y me pasaba la noche llorando y pensando que no iba a poder con todos esos hombres.
Un día me enfadé muchísimo y les grité: “Cuando puedan hacer los saltos que yo hago y tengan todos los trofeos que tengo, entonces aceptaré su juicio, pero no antes”. Me gané su respeto.
Recuerdo que mi papá me decía: “Chiquita, ya viviste campeonatos, saltos militares, saltos libres. Por favor, cuídate. No puedo dormir de la preocupación”.
Pero yo le decía que sin el paracaidismo me moriría.
Incluso cuando estaba embarazada de mi hijo Paco, seguí saltando. Iba a competir en un campeonato en París, así que no quería divulgarlo.
Pero luego casi lo pierdo en un salto. Esta pasión me llevó al límite de ser irresponsable. Lo fui. Lo único que quería era tener un avión en frente y poder saltar y saltar y sentir esa sensación, esa adrenalina.
Ahora que han pasado los años, me cuestiono cómo me atreví a todo eso.
En ese momento, sentía que estaba en la mejor faceta de mi vida, más enamorada de mi marido que nunca, con dos hijos preciosos, un buen sueldo y haciendo el deporte que me apasionaba.
Un día, en febrero de 1984, todo cambió.
Llegó la oportunidad de hacer un salto frente al entonces Presidente de México, Miguel de la Madrid.
La noche antes de ese salto, sentí algo que nunca había sentido antes. Me sentí rara, como si no quisiera saltar.
Había mucho viento. Y el viento para los paracaidistas es lo más peligroso, así que pidieron que participáramos solo los más experimentados.
Una vez abordé el helicóptero, le dije a mi esposo: “No quiero hacerlo”.
Él me respondió: “¿Tú? ¿Que siempre quieres saltar y hoy no? ¿Hoy, cuando el presidente está mirando? No podemos fallarle. Ya estamos en el aire. Es demasiado tarde”.
Le pedí un beso, y saltamos.
Teníamos que engancharnos para crear una bandera mexicana en el aire, y luego desengancharnos.
Creamos la bandera perfectamente, pero el viento empezó a halarnos. Sentí que iba a estrellarme encima del Presidente y que me iba a llevar a todo el público por delante.
Como era la más liviana, el viento me halaba con más fuerza. Halé el freno con toda la fuerza que pude.
Pero en ese entonces, si frenabas así de fuerte, se rompía el paracaídas. Y así fue.
Aterricé tras una caída libre de 25 metros. No tuve tiempo para abrir el paracaídas de emergencia.
Sentí el crujido de todos mis huesos. Luego, una sensación muy extraña: no sentía mi cuerpo en absoluto, solo mi cabeza.
Durante unos instantes, vi todo en cámara lenta e iluminado por una luz blanca brillante, algo muy bello.
Pero de repente un intenso dolor en mi cuello me trajo de nuevo a mi realidad. Estaba tendida en el suelo y todo mi cuerpo, flácido como un trapo. No podía mover aboslutamente nada.
La primera reacción de la gente a mi alrededor fue sacarme del lugar, porque la ceremonia debía continuar. Pero el presidente, a cuyos pies caí, dijo: “no, no, no, llévenla en mi helicóptero directamente al hospital militar”.
Fue la primera vez que reconocí la importancia de la respiración, porque sentía que no podía respirar. Trataba de tomar aire, pero no lo sentía.
Paco, mi hijo, tenía cuatro años y me vio saltar esa vez. Recuerdo que lo vi y pensé: “Tienes que aguantar porque él está aquí”. Verlo me dio las fuerzas para continuar. Estaba al borde de la muerte. Mientras me llevaban, logré hacerle un guiño.
Ese fue el momento exacto en el que mi vida dio un drástico giro de tenerlo todo a no tener nada.
Pasé tres años mirando al techo. Me taladraron tres clavos en el cráneo para sujetarme a algo llamado halo ortopédico. Tuve que soportar un peso de más de 18 kilos en la cabeza para tratar de alinear mi cuello con la columna vertebral.
Reconstruyeron mi cuello con un trozo de hueso de mi cadera porque se había desmoronado totalmente. Tuve que soportar mucho dolor, mucha desesperación, hasta el punto de la locura.
Durante las primeras semanas, estuve casi inconsciente. Los médicos no creían que fuera a sobrevivir.
Mi diagnóstico fue cuadraplejia. Dijeron que nunca más iba a poder mover del cuello para abajo.
Tampoco controlaba mis funciones corporales. Tenía que usar un catéter y pañales.
Mentalmente, me fui a un lugar muy oscuro. Estaba atrapada sin poderme mover ni sentir. Tenía llagas en todo el cuerpo por tanto estar quieta que se infectaban y apestaban. Me sentía como un trapo inútil.
Yo digo que, si existe el infierno, yo lo viví y mis hijos lo vivieron conmigo. Pero también eso nos fortaleció. Mis hijos fueron el motor que me impulsó a seguir. Eso, y la rabia que le tenía a mi ex.
Estaba devastada. Sentía que estaba en lo más profundo de la oscuridad y que me estaba perdiendo en mis pensamientos de que sería más fácil si estuviera muerta.
Cuando volví a casa, mis hijos saltaban de alegría, pero yo estaba destrozada por la depresión.
Fue tan triste para mis hijos descubrir que tenían una mamá tan enojada y demandante; estaba fuera de mí. A veces hay tanto dolor interno que no sabes dónde ponerlo. Me desquité con ellos.
Mariela dejó de hablar. Sus profesores me dijeron que se quedaba en un rincón durante el recreo completamente muda.
Paco se metía en peleas con otros niños siempre que tenía el chance. Lo expulsaron de siete colegios. Así que sí, nuestras vidas cambiaron mucho cuando salí del hospital.
Yo realmente creía que iba a salir caminando del hospital, así que no poder hacerlo me enfadó y me deprimió muchísimo.
Pensaba: “¿De qué les sirvo a mis hijos si al volver del colegio se encuentran con una madre tumbada sin control de esfínteres y sin comida en la mesa para ellos?”
Yo no quería limosnas de nadie. Era demasiado orgullosa para recibir ayuda.
Empecé a vender cosas por teléfono. Luché por mi pensión y por encontrar la manera de sobrevivir. Pero seguía hundiéndome en la oscuridad y la depresión.
Llegué a un punto en el que pensé que era mejor dejar a mis hijos sin madre que tener que soportar esto. Ya ni quería abrir los ojos. Había decidido suicidarme. Llevaba varios días sin comer. Me estaba desvaneciendo.
Fue ahí cuando conocí a Martha, mi terapeuta. Cuando hablé con ella, sentí algo muy especial en sus ojos, sentí que me hablaba desde el corazón. Y recuerdo perfectamente que me dijo: “He visto personas que mueven su cuerpo, pero no se mueven interiormente. Tú tienes un volcán dentro”.
Creo que, tan pronto como empiezas a sanar tu alma internamente y empiezas realmente a creer que es posible, entonces puede mejorar tu salud.
No fue sino hasta que enfrenté con toda esa desesperación, esos celos, esa intolerancia, que mi cuerpo empezó a moverse. Muy poquito al principio. Pero luego más y más.
Fue un milagro. Los doctores que vieron mis radiografías no podían creer lo que estaban viendo. Con mi diagnóstico, se suponía que solo podía mover los ojos y nada más. Pero he ido recuperando más y más movimientos.
Lo que más me cuesta es mover las manos. Pero puedo sentir mi cuerpo. Lo siento incluso más intensamente que cuando caminaba.
En ese camino, llegó un día que estaba meditando en mi jardín y sentí una iluminación, una sensación de dicha que nunca había sentido en mi vida, ni siquiera durante mis mejores saltos. Me sentí abrumada por tanta energía y tanto placer. Incluso pensé que la silla de ruedas, que tanto odiaba usar todos los días, había sido mi mejor maestra.
Entonces fui a buscar a Martha, mi terapeuta, y le dije que quería compartir lo que había aprendido en mi proceso con otras personas en condición de discapacidad. Y así fue como encontré la misión de mi vida.
Con su ayuda, creé la Fundación Humanista de Ayuda a Discapacitados, o Fhadi, para ayudar a otros mexicanos con discapacidad motriz.
En estos más de 25 años, hemos encontrado personas en estado de abandono muy graves: No tenían una silla de ruedas. Los dejaban en el suelo, indefensos, con solo 23 o 28 años. Fue muy triste descubrir que todo esto existe.
Pero ahora uno de los mayores tesoros de mi vida es ver a estas personas crecer y prosperar, como yo lo hice. Me da mucho placer y satisfacción.
Ahora soy más libre que nunca. Y lo logré estando presente en mi propia vida, en cada momento de la manera más sencilla y natural.
Aún necesito fisioterapia y ayuda porque no puedo mover las manos. Pero saboreo la vida más profundamente y me siento incluso mejor que cuando caminaba. Me siento feliz.
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