Feliz cumpleaños, hijo mío:
que todos los animales de esta Tierra sigan habitando en ti.
Hace cinco años, el papá de mi hijo y yo nos dirigíamos al hospital para llegar a tiempo a la cesárea. Emocionados y nerviosos, emprendimos nuestro viaje sin retorno. De los dos, sólo él sabía lo que nos esperaba, porque Anna, hermana de Nicolás, había cumplido ocho años un mes atrás. Aun así, todo sucedía por primera vez.
Una semana antes determinamos con el médico que, ante la incómoda y prolongada postura de Nicolás en mi vientre, donde se encontraba sentado como un pequeño buda, lo mejor para ambos era adelantar la fecha de su nacimiento. Estaba tan agotada del embarazo que si por mí hubiese sido en ese instante me internaba, pero debíamos esperar a que concluyera la semana 38.
Además de la felicidad de sostener a Nicolás, fue un alivio que mis vísceras se acomodaran para volver a respirar profundo, agacharme, caminar y dormir bocabajo. Me imagino que por eso se dice que las mujeres nos aliviamos cuando parimos.
Me canalizaron, me bloquearon, movieron, tiraron, le dieron vueltas y sacaron a Nicolás, que había estado sentado porque el cordón umbilical lo había atado en esa postura. Mi cuerpo ya no era de él, volvía a ser sólo mío, pero durante la cesárea parecía que se trataba de un cuerpo ajeno.
El 17 de marzo de 2018, a las 10:45, lo conocimos: de ser una semilla, Nicolás pasó a ser una piraña y, desde ese momento, ha tomado la forma de todos los animales que habitan esta Tierra. A veces tiene la calma de un capibara y otras la tenacidad de un mosquito.
Cuando lo vi por primera vez, entendí el secreto que guardan las madres al saber que el único momento en el que el tiempo se detiene es cuando nacen nuestros hijos: nada más importa, el mundo deja de existir. La vida, durante ese principio prolongado, es tan reconfortante como el olor a pan recién hecho, aunque sea igual o más incómoda que el embarazo.
Yo, que apenas cumplía un año de haber llegado a Ciudad de México a buscarme la vida, de pronto tenía sobre mi pecho a un ser humano que a las 38 semanas salió de mi cuerpo para enseñarme el meollo de vivir. Vine a este mundo a alojar a Nicolás. Lo tengo clarísimo.
Hace cinco años llegábamos a casa a probar nuestra nueva vida olor a pan recién hecho. Nicolás fue un bebé sano, que rugía más de lo que lloraba, como la diminuta bestia que era. Algunas veces David y yo tuvimos que aclarar que se encontraba bien, pues su dinosaurio interior no callaba: rugía de felicidad, rugía de hambre, rugía para anunciar un cólico.
Nicolás fue un bebé tranquilo, ha sido generoso y gentil con esta madre primeriza (y unípara, como dice mi mamá al referirse a las madres de hijos únicos) desde el momento uno. Incluso en sus demandas y malos humores guarda un poco de paciencia para mí.
David me enseñó a bañarlo, a cambiarlo y a ponerle la música adecuada para dormirlo. Poco a poco, como la mayoría de las personas que criamos, establecimos una rutina y la seguimos al pie de la letra. Nicolás crecía mientras no nos dábamos cuenta. Nosotros crecimos junto a él.
Hoy tiene cinco años y nosotros parecemos de doscientos. Todavía hay días que puedo ver la boquita de mi bebé asomada en su cara de niño. Veo cómo le comienzan a hacer gracia cosas más sofisticadas y sus deseos son más precisos. Las ocurrencias son más vivas y las curiosidades más definidas. Nicolás nos ha traído alegría desde que supimos que estaba embarazada. A nuestra familia le dio contención.
Durante estos cinco años no ha habido un día en el que no nos sonría. A pesar de lo que hemos vivido, de las decisiones que hemos tomado y de nuestras equivocaciones. Su sonrisa es de complicidad, pero también de gratitud. Como si estuviera consciente de todo lo que hacemos por él.
Es alucinante sentir la implosión de saber que el amor que sentimos hacia nuestras crías lleva miles de años con nosotras. Madre tras madre, generación tras generación, sumando amor al amor, cuidado al cuidado y vida a la vida.
Estos cinco años con 38 semanas han sido el viaje de mi vida, todavía hay veces que siento las vísceras apretadas. Mi entusiasmo por celebrar la existencia de mi hijo es tan grande como el compromiso de acompañarlo a crecer en un mundo desafiante y hostil.
El tiempo sigue deteniéndose cada vez que estamos juntos, y todavía huele a pan. Soplo las cinco velas junto a él y pido que este lugar, donde ambos encontramos alivio, dure lo suficiente para poder enseñarle lo que él me hizo ver la mañana del 17 de marzo de 2018, cuando emprendimos este viaje sin retorno.
Desgarradores testimonios de sobrevivientes y testigos directos de una tragedia que ha dejado miles de muertos y desaparecidos. “Es como si hubiera caído una bomba nuclear”.
Las imágenes son desoladoras. Cadáveres abandonados en las calles, personas sacando cuerpos debajo de los escombros con sus propias manos.
Testigos directos del horror le dijeron a la BBC que barrios y edificios enteros fueron arrastrados al mar mientras la gente dormía.
Y ahora “el mar está devolviendo decenas de cadáveres”, relató Hichem Abu Chkiouat, ministro de Aviación Civil y miembro del Comité de Emergencia en el este de Libia.
Esa es la situación que se vive en la ciudad portuaria de Derna tras las inundaciones causadas por la tormenta Daniel que arrasaron el este del país dejando una estela de destrucción con miles de muertos y desaparecidos.
Familiares buscan desesperados a sus seres queridos con la esperanza de encontrarlos vivos o al menos identificar sus cuerpos para darles sepultura.
Mientras los equipos de emergencia continúan trabajando, en algunas zonas de la ciudad cuerpos envueltos en sábanas están siendo arrojados en fosas comunes.
El número de muertos que dejaron las inundaciones en el este de Libia sigue aumentando. Las autoridades dicen que se han encontrado más de 5.000 cadáveres solo en la ciudad de Derna, mientras que en los alrededores y en el resto del país ya se contabilizan decenas de miles desplazados.
Voluntarios han llegado a la zona para socorrer a los sobrevivientes
“Es un completo desastre. Estoy realmente en shock”, dijo un médico que viajó a Derna para tratar a los heridos.
El medio de comunicación local Derna Zoom publicó en la red social X (anteriormente Twitter) que una cuarta parte de la ciudad quedó “completamente aniquilada”.
“Es como si hubiera caído una bomba nuclear”, decía el mensaje.
Quienes han logrado comunicarse con familiares y amigos en la zona afectada están desconsolados.
La gente está viviendo el “día del juicio final”, le dijo a la BBC el periodista libio Johr Ali.
Un amigo encontró a su sobrino “muerto en la calle, arrojado por el agua desde su tejado”, relató el reportero.
Ali, que vive exiliado en Estambul debido a los ataques a periodistas en Libia, comentó que otro de sus amigos perdió a toda su familia en el desastre.
“Su madre, su padre, sus dos hermanos, su hermana Maryam, su esposa (…) y su pequeño hijo de 8 meses… Todos ellos murieron, toda su familia está muerta y él me pregunta qué debe hacer”.
En otro caso, Ali dijo que un sobreviviente le contó que había visto a “una mujer colgada de las farolas, porque las inundaciones se la llevaron”.
“Murió allí”, añadió Ali.
Las calles de Derna están cubiertas de barro y escombros y llenas de vehículos volcados.
“La gente escucha los llantos de los bebés bajo tierra y no saben cómo llegar hasta ellos”, relató el periodista.
El rescatista Kasim al Qatani le dijo a la BBC que no hay agua potable en Derna y que escasean los suministros médicos.
Agregó que el único hospital de Derna ya no podía recibir pacientes porque “hay más de 700 cadáveres esperando en el hospital y no es tan grande”.
Aunque la tragedia comenzó con las intensas lluvias causadas por la tormenta Daniel, testigos dijeron que la situación se salió de control cuando oyeron la explosión de una gran presa que terminó expulsando un gigantesco torrente de agua que “parecía un tsunami”.
La información disponible hasta ahora señala que las lluvias provocaron el colapso de dos represas en el río Derna, “que arrastraron barriadas enteras con sus residentes hasta el mar”, según explicó Ahmed Mismari, portavoz del Ejército Nacional Libio, que controla el este del país.
Además de Derna, también se han visto afectadas las ciudades de Bengasi, Susa y Al Marj, todas ellas en el este, así como Misrata, en el oeste, en medio de las peores inundaciones en las últimas cuatro décadas en el país.
El médico libio Najib Tarhoni, que trabaja en un hospital cerca de Derna, pidió ayuda con urgencia.
“Tengo amigos aquí en el hospital que han perdido a la mayoría de sus familias… han perdido a todos”, le dijo a la BBC.
“Sólo necesitamos gente que entienda la situación: ayuda logística, perros que realmente puedan oler a la gente y sacarla de debajo de la tierra. Sólo necesitamos ayuda humanitaria, gente que realmente sepa lo que está haciendo”.
También existe una necesidad urgente de equipos forenses y de rescate especializados y otros dedicados a la recuperación de cadáveres, les dijo a los medios turcos el jefe del Sindicato de Médicos Libios, Mohammed al Ghoush.
Los esfuerzos de rescate se han visto complicados por el hecho de que Libia está dividida entre gobiernos rivales y el país lleva más de una década de conflicto.
La lucha entre facciones ha llevado al abandono de la infraestructura y ha dado lugar a una pobreza generalizada en un país con pocos recursos y experiencia para enfrentar este tipo de catástrofes.
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