Madres buscadoras saldrán a marchar este miércoles no solo por sus desaparecidos y por su lucha por encontrarlos, sino también para reclamar por el contexto de violencia que las rodea. Hace apenas ocho días ocurrió el asesinato de la madre Teresa Magueyal en Celaya, Guanajuato, un crimen por el que colectivos del estado —integrados principalmente por mujeres— exigen justicia y seguridad para quienes salen a buscar a los suyos.
Con el caso de Teresa, son por lo menos seis los asesinatos de personas buscadoras ocurridos en Guanajuato desde 2020, según lo ha documentado la Plataforma por la Paz y la Justicia, junto con organismos internacionales y organizaciones civiles. El dato hace de Guanajuato la entidad más peligrosa del país para ejercer el derecho a buscar y ser buscados.
Antes de Teresa, quien pertenecía al colectivo Una Promesa por Cumplir y fue asesinada el 2 de mayo a sus 65 años de edad, otras víctimas fueron Rosario Zavala Aguilar, en 2020; Francisco Javier Barajas y un buscador de Pénjamo, en 2021, y Ulises Cardona Aguilar y María Carmela Vázquez, en 2022.
Por ello, señalan los colectivos, las familias y madres buscadoras de Guanajuato son una reserva moral y política contra la indolencia de las autoridades, así como un empuje para que actúen.
Este 10 de mayo, madres de personas migrantes desaparecidas de México y Centroamérica encabezarán la XII Marcha de la Dignidad Nacional Madres Buscando a sus hijos e hijas, que partirá del Monumento a la Madre al Ángel de la Independencia a las 10:00 de la mañana.
De acuerdo con el boletín de mayo sobre desapariciones en Guanajuato, dado a conocer por la Plataforma por la Paz y la Justicia, hasta el 15 de abril de 2023, en la entidad la cifra de personas desaparecidas ascendía a 3 mil 666. De ellas, 181 fueron registradas antes del 1 de enero de 2012, mientras que 3 mil 485 corresponden al periodo posterior.
Con ello, el número de personas desaparecidas en Guanajuato, sin contar la cifra negra de casos que no son denunciados, ha crecido seis veces entre abril de 2018 y el mismo mes de 2023. Irapuato, Celaya, León, Salamanca y Pénjamo han sido en los últimos cinco años las ciudades con más personas desaparecidas en términos absolutos. En tanto, hasta septiembre de 2022, Villagrán ha tenido la tasa más alta de desapariciones, seguida por Apaseo el Alto, Cuerámaro, Abasolo y Pénjamo.
“Particularmente grave, pero ausente de la agenda política y mediática, la situación de Pénjamo: tanto en números absolutos como sobre la población, está entre los primeros cinco municipios con más desapariciones”, destaca la plataforma. Todo ello habla de un contexto de violencias extremas, impunidad y tolerancia por parte del Estado, que no ha mostrado presencia material y simbólica más allá de operativos militares y de tipo reactivo, denuncian activistas.
Los asesinatos de madres buscadoras pudieron prevenirse pero el Estado no lo hizo, señalan los colectivos. De la misma forma, subrayan el patrón de fosas y otros tipos de sitio de ocultamiento que evidencian violaciones sistemáticas, desapariciones seriales y recurrentes, así como ocultamientos con rasgos comunes en las subregiones y los municipios del estado.
El colectivo al que pertenecía Teresa Magueyal tiene sede en Celaya. Ella buscaba a su hijo José Luis Apaseo Magueyal, desaparecido el 6 de abril de 2020 en la misma comunidad donde Teresa vivió y fue asesinada: San Miguel Octopan, también en Celaya. Tras realizar algunas compras, fue perseguida por una motocicleta y recibió disparos en plena vía pública, donde circulaba en bicicleta de regreso a casa.
Apenas hace seis meses, en noviembre de 2022, Animal Político publicó que, ante el incremento de casos de familiares asesinados en la búsqueda de personas desaparecidas —el más reciente para entonces ocurrido también en Guanajuato, de María Carmela Vázquez, en Abasolo, el 6 de noviembre—, organizaciones ya señalaban la deficiencia en la investigación de estos, así como la carencia en gobiernos estatales y locales de mecanismos de protección.
Desde aquel momento, Raymundo Sandoval, de la Plataforma por la Paz y la Justicia, advertía que en más de una ocasión el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas había negado medidas en la entidad. “Pedimos incorporación al mecanismo y nos dicen que el riesgo es por ser víctimas y no por ser personas defensoras de derechos humanos”, señaló.
En el último informe de su visita a México, el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU (CED) documentó que, desde diciembre de 2010 hasta abril de 2022, al menos 13 personas buscadoras habían sido asesinadas presuntamente en represalía a sus labores de búsqueda, seis de ellas a partir de 2018. Incluso, durante la elaboración del documento, ocurrió el homicidio de Ana Luisa Garduño Juárez en enero de 2022.
En ese mismo año, al asesinato de Ana Luisa se sumaron otros cuatro: el de Brenda Jazmín, del colectivo Guerreras Buscadoras de Cajeme, en Sonora —las autoridades no han aclarado si su asesinato estuvo vinculado con sus acciones de búsqueda—; el de Rosario Lilián Rodríguez Barraza, de Sinaloa, en agosto; el de Esmeralda Gallardo, del colectivo Voz de los Desaparecidos en Puebla, en octubre, y el de María Carmela Vázquez, en noviembre, en Guanajuato.
De acuerdo con el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), hasta el cierre de esta publicación 112 mil 201 personas permanecen desaparecidas en México, el 58% hombres y el 41% mujeres. Jalisco, Estado de México y Tamaulipas son las entidades con mayor registro de personas desaparecidas y no localizadas, en ese orden.
“Nos hemos pronunciado reiteradamente en 2022 y ahora 2023 en contra de estos deleznables crímenes haciendo hincapié que la búsqueda de personas desaparecidas no debe nunca significar una sentencia de muerte para sus familias, pero sigue manifestándose una omisión reiterada por parte de las autoridades de todos los niveles de gobierno que los posibilita; desde luego, hay un manifiesto poder criminal que deja entrever que es posible seguir asesinando a las víctimas en este país sin que pase nada al respecto”, reclamó el Proyecto sobre Desaparición Forzada en México y América Latina de la UAM, ante el reciente asesinato de Teresa Magueyal.
En la década de 1950, en la isla se realizó un ensayo a gran escala para probar la píldora anticonceptiva entre mujeres pobres.
Dos mujeres, de pie en un complejo de vivienda pública en San Juan, Puerto Rico, miran perplejas. Una de ellas, tímida, describe unos síntomas: “Se me fue el mundo, se me nubló la vista. Lo único que dije fue: ‘Virgen del Carmen, cuídame a mis hijos‘”.
Luego, diciendo que no con la cabeza, la otra comenta: “Se estaba experimentando con nosotras sin saberlo”.
La escena es parte del documental “La Operación” (1982). Las mujeres, cuyos nombres no son mencionados, describían cómo fue su participación en el primer ensayo clínico a gran escala en el que se probó la efectividad de la píldora anticonceptiva en los años 50 del siglo pasado.
En el filme ambas afirman que desconocían ser parte de una investigación.
Como ellas, otras cientos de mujeres boricuas de origen humilde, sin saberlo, fueron pacientes del estudio dirigido por dos académicos estadounidenses.
El medicamento, que desde su comercialización en 1960 permitió que las mujeres tuviesen mayor control sobre sus cuerpos, porque no dependían del hombre para planificar la maternidad, fue probado en Puerto Rico gracias a una peculiar política pública de control de la sobrepoblación impulsada por el gobierno local de la isla y EE.UU.
En medio de un boom de nacimientos durante la primera mitad del siglo XX, con muchos ciudadanos en situación de extrema pobreza, la solución de los políticos de turno nombrados por EE.UU. fue fomentar que los puertorriqueños no tuvieran hijos.
Y sus iniciativas, explica la profesora de la Universidad de Puerto Rico Ana María García, directora de “La Operación”, estaban diseñadas específicamente para que esa reducción de la población se diera entre las comunidades más pobres.
“Fueron dirigidas a las mujeres más pobres, más racializadas y menos escolarizadas del país”, dice, por su parte, Lourdes Inoa, de la ONG feminista puertorriqueña Taller Salud.
“Porque eran quienes menos oportunidad tenían de conocer las repercusiones de participar de este tipo de procedimientos. El consentimiento, en este contexto, es altamente cuestionable”, añade.
Con financiación privada, pero también del Estado, la isla fue “un gran laboratorio de control de natalidad”, sostiene García.
Y las mujeres, añade Inoa, se convirtieron “en conejillos de indias”.
El origen de la píldora, que según Naciones Unidas actualmente es usada por 150 millones de mujeres en todo el mundo, tuvo lugar lejos de Puerto Rico, entre las paredes de la prestigiosa Universidad de Harvard, en Massachusetts.
Quienes desarrollaron el fármaco fueron dos reconocidos profesores de la institución: John Rock y Gregory Pincus.
El primero, cuenta la historiadora Margaret Marsh, profesora en la Universidad de Rutgers en New Jersey, era uno de los expertos en fertilidad más importantes de Norteamérica, paradojalmente católico, y que pensaba que los matrimonios debían tener el derecho a decidir cuándo tener hijos.
El segundo era un biólogo que en más de una ocasión catalogó la sobrepoblación como “el mayor problema para los países en desarrollo”.
Ambos estuvieron financiados y supervisados muy de cerca por Margaret Sanger, enfermera y experta en salud fundadora de la organización Planned Parenthood, y por la acaudalada líder sufragista Katharine McCormick.
Ellas, afirma Inoa, “buscaban que las mujeres estuvieran insertadas en diversas facetas de la sociedad, para que tuvieran mayor poder”. Controlar la maternidad era esencial para lograrlo.
Pero es conocido que Sanger defendía la eugenesia, la filosofía social que defiende la mejora de la raza humana mediante la selección biológica.
Y por eso permitió que se experimentara en mujeres pobres y en situaciones de vulnerabilidad.
“El movimiento por el control de la natalidad, de alguna manera, tenía dos vertientes. Una buscaba que las mujeres tomaran sus propias decisiones reproductivas y la otra era la idea de que el control de natalidad era bueno porque la gente pobre tendría menos hijos”, agrega Marsh.
Las primeras investigaciones de la píldora anticonceptiva en EE.UU. se realizaron en ratas y otros animales.
Luego, en una decisión “poco ética”, los científicos administraron el medicamento a un reducido grupo de pacientes en un hospital público para personas con problemas de salud mental de Massachusetts, cuenta Marsh, quien es experta en la historia de la anticoncepción en EE.UU.
“Las familias de las pacientes sí dieron el permiso para que se realizara el estudio, pero ellas en sí, por estar en un hospital psiquiátrico, no consintieron. Aunque en esa época esto era legal”, comenta.
En esta fase, Pincus y Rock descubrieron que los compuestos que habían creado tenían el resultado de detener la ovulación. Así que buscaron un lugar para hacer un ensayo a mayor escala, para que los reguladores estadounidenses aprobaran la píldora.
En Massachussets, explica la profesora García, el control de natalidad era ilegal. Allí también había limitaciones legales para las experimentación con seres humanos.
Fue entonces cuando los científicos tuvieron que identificar un “lugar ideal”.
Decidieron ir a Puerto Rico porque allí la esterilización, y en general la experimentación para lograr la anticoncepción, era legal desde 1937.
“Se aprobó una ley en un momento histórico, cuando en el resto del planeta, incluyendo EE.UU., la esterilización amplia no era legal”, señala García.
La legislación fue firmada por el gobernador Blanton C. Winship, un hombre que también apoyaba la eugenesia públicamente, y quien -según un artículo del New York Times- urgía a que en Puerto Rico se investigara el control poblacional, porque para él era el único “medio confiable para mejorar la raza humana”.
En la década de 1950, cuando los investigadores de la píldora llegaron a la isla, un 41% de las mujeres puertorriqueñas en edad reproductiva ya había probado algún método de anticoncepción, según un estudio de la Universidad de Puerto Rico.
Esto fue posible gracias a que la legislación permitió la creación de decenas de clínicas de planificación familiar alrededor del territorio, incluso en los pueblos más remotos, subvencionadas por el gobierno y que tenían personal que fomentaba el control de natalidad entre las mujeres.
La red de clínicas atrajo también la atención de Pincus y Rock, quienes pensaron que podían usarlas para desarrollar su proyecto.
El equipo, sin embargo, decidió concentrarse primero en un solo barrio de San Juan, la capital.
En la isla el experimento comenzó en 1955 como un proyecto en el que participaron estudiantes de medicina y enfermería. Pero el estudio era demasiado complicado y doloroso, por lo que muchas no lo terminaban.
Además, la píldora probada en Puerto Rico era una dosis mucho más alta que la actual y causaba fuertes efectos secundarios.
“Era necesario realizarles análisis de orina, biopsias endometriales y otras pruebas para determinar si estaban ovulando o no. Es un procedimiento incómodo. Si tienes a estudiantes que realmente no tienen la necesidad de métodos de anticoncepción, no iban a estar dispuestas a continuar”, comenta Marsh.
El medicamento les causaba nauseas, mareos, vómitos y dolor de cabeza. Pincus, sin embargo, descartó estos efectos secundarios y alegó que eran una consecuencia “psicosomática”.
“Creía tanto en la pastilla, que él se la estaba dando a sus familiares. A sus nietas, sus hijas, las amigas de sus hijos”, dice Marsh, quien escribió una biografía sobre Rock, colega de trabajo de Pincus.
El equipo decidió continuar la experimentación, pero esta vez en Río Piedras, un suburbio del norte de Puerto Rico.
Trabajadores sociales y personal médico visitaba puerta por puerta a las mujeres, ofreciéndoles la píldora anticonceptiva y, a algunas de ellas, les realizaban exámenes para recolectar datos, sin ninguna retribución monetaria.
El rechazo por parte diversos sectores de la sociedad puertorriqueña fue inmediato.
“Hubo notas de prensa que catalogaron como ‘maltusianas’ las investigaciones. También por parte de médicos, incluso de los que estuvieron en el proceso de reclutamiento de mujeres, quienes pensaban que los efectos secundarios debían tomarse con seriedad y que era necesario hacer más pruebas y no descartarlos”, dice Inoa, de Taller Salud.
Por los efectos secundarios muchas de estas mujeres, al igual que en los estudios anteriores, decidían dejar el tratamiento. Otras, golpeadas por la pobreza, accedían a tomar la píldora como un método reversible de control de natalidad.
Según Marsh, tres personas del ensayo clínico que se realizó en la isla caribeña murieron. No obstante, nunca se les hizo una autopsia, por lo que se desconoce cuáles fueron las causas precisas de su fallecimiento.
Pese a las muertes, al ver que la píldora tenía el efecto de evitar embarazos, los científicos extendieron su proyecto a otros pueblos de Puerto Rico, y más adelante a Haití, México, Nueva York, Seattle y California.
En total participaron unas 900 mujeres, de las que alrededor de 500 eran puertorriqueñas.
En 1960, la Agencia de Drogas y Alimentos de EE.UU. (FDA, en inglés) aprobó el Envoid, como se llamó la primera pastilla, como un método anticonceptivo.
Su expansión fue veloz. En tan solo siete años, 13 millones de mujeres en el mundo la usaban.
Pero luego de ser avalada por la FDA, la píldora continuó causando efectos secundarios fuertes, como coágulos de sangre, lo que provocó demandas. En la isla, pese a las acciones legales en otras partes de EE.UU., los estudios continuaron hasta 1964.
Todavía hoy, afirma Inoa, no hay investigaciones “significativas” que busquen “otro tipo de métodos de anticoncepción que no tengan los efectos secundarios de la píldora que existe ahora”.
Mientras, los estudios para crear un medicamento anticonceptivo oral para hombres tampoco han dado frutos, aunque comenzaron hace 30 años.
“Las mayores experimentaciones siempre han sido en personas gestantes”, concluye.
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