“Señor presidente, ¡no huya!”.
Era mediodía del viernes 31 de marzo, cuatro días después de que 39 migrantes murieran en un incendio en la Estancia Provisional del Instituto Nacional de Migración (INM) en Ciudad Juárez, Chihuahua, luego de que los custodios no les abrieran las celdas y los dejaran asfixiarse con el humo y el calor de las llamas.
“¡No corra!”, insistía una voz rota por la rabia que emergía de entre el griterío.
“No dé la espalda a los emigrantes”, suplicaba otra voz de mujer.
En las inmediaciones del gimnasio del Colegio de Bachilleres de Juárez el ambiente estaba crispado. Una hora antes, a eso de las 11:00, un grupo integrado por unos 40 migrantes había llegado a las instalaciones con la firme intención de hablar cara a cara con el presidente Andrés Manuel López Obrador. “Queremos que nos atienda, que nos escuche”, demandaban los manifestantes portando entre las manos fotografías de las víctimas y lonas con emblemas como “Ningún ser humano es ilegal”.
Horas antes, en su habitual conferencia mañanera en Palacio Nacional, el mandatario había lanzado desde la Ciudad de México un mensaje de solidaridad con las víctimas —a las que primero culpó de la tragedia por presuntamente quemar un colchón—, asegurando que lo sucedido en la noche del lunes fue algo que “le dolió mucho” a nivel personal. Incluso, admitió que la muerte de los 39 migrantes ha sido de las peores tragedias vividas en su gobierno, después de la de Tlahuelilpan, en Hidalgo, donde 132 personas murieron calcinadas tras la explosión de un ducto de combustible en enero de 2019, al inicio del entonces nuevo sexenio.
Sus palabras pronto llegaron a Ciudad Juárez, a cientos de kilómetros de la capital, donde las expectativas se dispararon también por la visita que el presidente anunció que haría a la veintena de migrantes heridos tras el incendio. “Solo queremos pedirle que se haga justicia”, repetían los migrantes ante la mirada lejana de soldados que, arriba de dos camionetas, vigilaban en silencio el arribo de los manifestantes al Colegio de Bachilleres. Ahí, en la entrada del recinto, manifestantes y medios de comunicación habían hecho guardia bajo un sol corrosivo que, sin embargo, no calentaba el aire gélido que corría con furia por la zona.
“Queremos que se nos respete el derecho a la vida y el derecho a la libertad y al trabajo. Venezuela vive la peor crisis económica de su historia”, demandaba en entrevista Richard Franco, de 37 años, antes de la llegada del mandatario.
“A las autoridades les fastidia que estemos en los semáforos pidiendo y nosotros tampoco queremos eso. ¿Pero cómo hacemos si tenemos que comer para vivir? Si este gobierno nos diera un permiso provisional para trabajar, no pediríamos en las calles”, agregaba el venezolano, que, como otros migrantes, decía que el motivo que originó la tragedia del lunes fue una redada del INM para sacar a los migrantes de los cruceros de la ciudad y detenerlos en la estancia migratoria.
A las 12:00, luego de que se leyeran en voz alta los nombres de todas las víctimas del incendio, una camioneta blanca tipo van comenzaba a emerger lentamente del estacionamiento del Colegio de Bachilleres. En su interior, del lado del copiloto, iba sentado el presidente.
De inmediato, la locura estalló: fotógrafos, camarógrafos, reporteros y decenas de migrantes se agolpaban contra las vallas metálicas que custodian la entrada de las instalaciones educativas. Junto a ellos, otro grupo de personas con chalecos de “Servidores de la Nación” salía al paso del vehículo y comenzaba un intercambio de consignas a grito desgarrado.
“¡No estás solo, no estás solo!”, gritaban de un lado los del chaleco.
“¡Justicia, justicia!”, clamaban los migrantes del otro lado.
“¡Es un honor estar con Obrador!”, reviraban los del chaleco.
“¡Justicia para los migrantes asesinados!”, respondían del otro lado.
En mitad del griterío, la camioneta blanca comenzaba a abrirse paso. López Obrador bajaba la ventanilla del copiloto y señalaba con el dedo para que se acercara un señor que llevaba una lona con el rostro y el nombre de Esmeralda Castillo Rincón, su hija desaparecida hace más de una década. El hombre, un señor mayor de rostro moreno y agrietado, corrió presto al encuentro del mandatario y le entregó un sobre amarillo. Tras él, decenas de migrantes trataron de hacer lo mismo. Algunos le gritaron que se bajara y le rogaron por unos minutos para que los escuchara. Otros le aventaron papeles dentro de la camioneta con demandas como que México decrete un día nacional de luto por los 39 migrantes “caídos”.
López Obrador saludaba, pedía calma y hacía gestos con ambas manos para que permitieran el paso de la van. “No se va a parar”, se comentaban los migrantes que veían cómo la camioneta comenzaba a tomar el rumbo de la salida. La frustración crecía.
“¡No huya, presidente!”, le espetaba enojado un migrante con un megáfono. “Queremos hablar de la situación de los 39 migrantes que murieron quemados aquí”.
🗣️ “No huya, presidente”.
Migrantes piden a @lopezobrador_ que “valientemente” baje del vehículo y se reúna con ellos.
🎥: @ManuVPC pic.twitter.com/37zH2bYATm
— Animal Político (@Pajaropolitico) March 31, 2023
Ya con la camioneta casi enfilando la retirada, una mujer de pelo gris trenzado y lentes oscuros había conseguido colarse entre la multitud y el personal de seguridad hasta la ventanilla donde estaba el presidente López Obrador, al que le reclamaba airadamente por no detenerse a platicar con los migrantes.
Él, con sonrisa sarcástica, la miraba y le respondía con una pregunta.
“¿Te mandó Maru?”, le inquirió, sin dejar de perder la sonrisa de medio lado, en referencia a la gobernadora panista de Chihuahua, Maru Campos.
“No, señor, esa señora tampoco me representa”, contestó la mujer.
Finalmente, luego de cinco minutos de tensión, el mandatario logró salir de la zona custodiado por las camionetas de la Guardia Nacional.
Tras él, algunos migrantes aún corrían y le lanzaban consignas que los simpatizantes del chaleco de “Servidores de la Nación” trataban de opacar con más vítores.
“Solo queríamos pedirle justicia, no estamos aquí por nada más”, comentaba frustrado el señor Pavón, otro migrante venezolano.
“Queremos que se esclarezcan las cosas, que no estén culpando a los migrantes de que somos los culpables del incendio. Este gobierno solo quiere lavarse las manos”, agregaba el hombre mientras, ya a la distancia, el presidente se alejaba de los migrantes sin haberse bajado a escucharlos.
Fue concebida como parte de un programa del gobierno para construir nuevas prisiones entre 1968 y 1978.
Ovidio Guzmán, uno de los hijos del narcotraficante mexicano Joaquín “El Chapo” Guzmán, fue extraditado el 18 de septiembre a Estados Unidos y desde entonces está arrestado en una cárcel de Chicago.
Apodado el “Triángulo de Hierro”, el Centro Correccional Metropolitano es un rascacielos de 28 pisos ubicado en el centro de la ciudad estadounidense, un imponente edificio triangular de hormigón diseñado por el arquitecto Harry Weese e inaugurado en 1975.
El edificio tiene pequeñas rendijas verticales de 13 de ancho por 2,30 metros de alto que funcionan como ventanas irregulares hacia el exterior y que conforman una especie de monolito perforado.
Las ventanas, así diseñadas para evitar fugas, no tienen rejas, como es habitual en las cárceles.
En su momento costó US$10,2 millones, según el periódico local Chicago Tribune, cifra que hoy equivaldría a casi US$60 millones.
Esta cárcel fue concebida como parte de un programa del gobierno para construir nuevas prisiones entre 1968 y 1978, y suponía un modelo de centro de detención diferente para aquellos que están aguardando su juicio o que han recibido una condena breve.
Cuando se inauguró, William Nelson, su primer director, dijo: “Este edificio es completamente seguro, pero fue construido de manera eficiente y teniendo en cuenta la dignidad humana“.
El entonces juez James B. Parsons del Tribunal de Distrito de Estados Unidos lo describió como “lujoso”.
“No hay rejas”, dijo. “Las puertas se abren y cierran libremente. Los pisos están alfombrados. La comida es muy buena y las instalaciones recreativas son excelentes”, afirmó, según recogió el Chicago Tribune en un artículo publicado en 1995.
Al menos en aquel momento, los presos podían ir al patio -ubicado en la azotea- solo dos veces a la semana porque permitían estar 20 personas al mismo tiempo como máximo.
El patio está totalmente cubierto por un alambrado, para evitar que lleguen helicópteros a llevarse a alguno de los presos.
Allí se puede jugar al baloncesto, vóleibol o hacer ejercicio.
También podían visitar la biblioteca, la videoteca y la capilla tres veces por semana.
Algunas medidas de seguridad se han añadido después de su inauguración, ya que hubo episodios de fuga.
Por ejemplo, en diciembre de 2012 dos presos se escaparon desde el piso 17 haciendo un boquete en la pared y arrojando una cuerda tejida a partir de sábanas e hilo dental y sujetada de las literas de la celda.
De acuerdo al registro público de la Oficina Federal de Prisiones, que administra este centro, Ovidio Guzmán López, de 33 años, es uno de los 486 hombres y mujeres allí recluidos.
Originalmente había sido construido para albergar a 400 presos.
Desde el arresto de “El Chapo” Guzmán en 2016 y su posterior extradición a Estados Unidos, cuatro de sus hijos, conocidos como Los Chapitos, supuestamente asumieron roles protagónicos en el cartel.
Los agentes de la Agencia Antidrogas de EE.UU. (DEA) dicen que el cártel de Sinaloa es la fuente de gran parte del fentanilo ilícito que se introduce de contrabando en Estados Unidos.
Según la jefa de la DEA, Anne Milgram, “Los Chapitos fueron pioneros en la fabricación y el tráfico de la droga más mortífera que nuestro país haya enfrentado jamás”.
Después de que su padre fuera condenado en EE.UU. a cadena perpetua en 2019, Ovidio Guzmán, alias el Ratón, era considerado uno de los líderes del cartel de Sinaloa y fue acusado por Washington de conspiración para distribuir drogas para ser importadas a EE.UU.
En su primera comparecencia ante un juez en Chicago el 5 de septiembre, Guzmán se declaró no culpable de los cargos que enfrenta por narcotráfico.
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