Sandra Cuevas, la alcaldesa de Cuauhtémoc en la capital mexicana, viste una blusa blanca y luce su habitual cola de caballo de pelo negro liso y el pintalabios rojo que la distingue. Junto a ella, cinco migrantes haitianos, altos, corpulentos, están sentados en círculo alrededor de una mesa y unas sillas de hierro barrocas, de esas con muchos adornos para el jardín.
Sandra Cuevas habla con todos y sonríe; su presencia es tan atenta y cercana que pareciera que ella misma va a empezar a repartir un té con galletas a los migrantes, que, abrumados y extrañados, se limitan a observar el lunch con un sándwich y una manzana que les dejaron sobre la mesa. De hecho, la alcaldesa no se resiste a la foto y toma entre sus brazos a una bebé afrodescendiente a la que le da de beber de una botella, como si fuera un biberón. “Necesitamos más humanidad”, escribió después en sus redes sociales.
Es la mañana del 21 de abril de 2023. Sandra y los migrantes están en el nuevo albergue que la alcaldía inauguró un día antes en la calle Roma de la colonia Juárez, muy cerca del Paseo de la Reforma e Insurgentes.
Han pasado varios días desde que estallara la crisis por la aglomeración de migrantes en la Plaza Bruno Giordanno, donde decenas de personas improvisaron un campamento mientras esperan a ser atendidos en la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR), ubicada a dos calles, en el corazón de la colonia Juárez, un barrio de clase media, gentrificado y que es visitado ―y habitado― por numerosos extranjeros.
“Aquí, los migrantes tendrán áreas verdes, consultorios médicos, psicológicos y el área de dormitorio, baños y regaderas”, presume la funcionaria, para luego destacar que esta casa ―su albergue― se levanta a solo unas cuadras de la COMAR, a diferencia del albergue que ordenó abrir la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, en la alcaldía Tláhuac, para tratar de enfrentar la crisis trasladando hasta allá a los hombres, mujeres e infancias que deambulan en la colonia.
“Aunque lo que más tiene la nueva Casa del Migrante es amor para que la gente sea más feliz”, recalcó Cuevas como colofón.
Cinco meses después, ya sin los reflectores ni la atención de las cámaras, la venezolana Margarita sale del albergue cargada de mochilas ajadas, bolsas y bultos, y sus cuatro hijas que no pasan de los diez años. Aún no dan las 8 de la mañana del 7 de septiembre, pero, como ella, todos los migrantes abandonan el refugio cargados con sus pertenencias para instalarse en la banqueta, donde estarán al menos hasta las tres de la tarde, cuando abre de nuevo el refugio.
Aunque lo de instalarse, dice con resignación Margarita, es mucho decir.
“Lo que hacen es tirarnos como perros a la calle”, lamenta la mujer de 28 años, que responde con un jocoso “no jodas, chamo” a otro venezolano que le pregunta en tono de burla si ya le dieron café y un pan para desayunar.
“No es un albergue completo”, sigue hablando Margarita, mientras sentada entre cartones en la banqueta termina de vestir a una de sus hijas, una niña de cuatro años de ojos inquietos y sonrisa traviesa.
“No te dan nada de comida. Si quieres comer tienes que conseguirla tú por tu cuenta, traerla, y cocinarla en los 20 minutos que te prestan la cocina. Y si no consigues nada, o no alcanzas cocina porque somos muchos, pues no comes. Te toca aguantar hambre”.
Durante la inauguración, la alcaldesa Sandra Cuevas dejó caer, entre los datos y cifras de inversión, que, en efecto, el refugio no ofrece alimentos, al contrario de lo que sucede en la gran mayoría de albergues de la sociedad civil que hay por el sur, centro y norte del país, donde activistas y organizaciones mueven cielo y tierra para conseguir recursos y donaciones y ofrecer a los migrantes tres comidas, o al menos una.
En este caso, lo único disponible es la cocina, pero con tiempo y cupo limitado. “Si cocinamos de uno en uno, podemos terminar a las cuatro de la mañana”, bromea Lenin, un venezolano cincuentón, que subraya que comer o no hacerlo depende muchos días de que algún grupo religioso, activista, o vecino caritativo, se acerque para dejarles unas latas de atún.
Por ejemplo, Oriana, 19 años, venezolana también y madre de un bebé de cuatro, dice que lleva un día completo sin comer más que unas galletas saladas.
“Comió mi hijo, pero yo no”, asegura la joven de ojos negros, pelo ensortijado y tez cobriza. Cuando se le pregunta qué planea comer hoy, la joven encoge los hombros, sonríe tímida y alza una botella de plástico arrugada y semivacía. “Nada, agua”, responde con la espalda apoyada en la valla metálica que al otro lado deja ver un McDonalds, el establecimiento que se ha convertido en el improvisado cuarto de baño y ‘oficina’ para cargar el celular.
“Ni cargar el teléfono te dejan en el albergue”, lamentan varios migrantes al unísono, que explican que disponer de un teléfono encendido es fundamental, pues la gran mayoría está pendiente de que las autoridades de Estados Unidos les den una cita mediante la app ‘CBP One’ para analizar su petición de refugio.
”Ahí tampoco te dan sábanas ni toallas, y el agua potable solo la abren diez minutos, y pues el que alcance a bañarse se baña, y el que no, pues a dormir así”, agrega Oriana atusándose la blusa que viste junto con unos desgastados pants que alguien le donó.
A las nueve de la mañana, Margarita y su esposo Héctor, un hombre de 30 años, alto, delgado, ojos verdes y cabeza rapada, ya se han separado. Él tratará de buscar trabajo en algunas de las muchas obras que se levantan por el Paseo de la Reforma, o en un lavacarros cercano.
Ella, por su parte, se quedará cerca del albergue mendigando en la calle que da al cruce con Insurgentes, muy cerca del Senado de la República. Dice que no se puede ir muy lejos porque, y ese es otro problema, el albergue no es permanente. Todos los días se renueva la estancia. Y todos los días hay que hacer fila en la calle para alcanzar una de las fichas que reparten los policías capitalinos que determinará el orden de entrada y el cupo.
Por eso los migrantes no se despegan de la banqueta. Y por eso, también, el círculo vicioso: si se marchan a buscar empleo para poder comprar alimentos que cocinar, puede que no entren esa noche al albergue. Y si no lo hacen, no tendrán alimentos que cocinar, salvo que algún alma caritativa vaya al lugar y se los done.
“La dormida bajo techo no es segura”, expone Margarita, que niega con la cabeza. Junto a ella, sus cuatro hijas se entretienen jugando con lo que hay a su alrededor: palos y un par de piedras. Mientras, a unos pocos pasos de distancia, una enorme explanada verde yace solitaria dentro del albergue vacío.
“Si por lo menos nos anotaran ahí y nos dijeran, bueno, les vamos a dar siete noches para que estén aquí. Entonces, una ya sabía que es seguro y ya puede salir a buscar trabajo, a trabajar desde la mañana hasta la tarde. Pero así como lo están haciendo, la dormida no es segura. Y eso también nos está obligando a no poder buscar trabajo y a tener que salir a la calle a pedir una moneda para conseguir algo de comer”.
Jonathan Alexis tiene 33 años y es hondureño. Vestido con unos pants, una sudadera y una gorra que apenas le cubre los chinos del pelo negro azabache, el migrante hace compañía a Margarita y a sus hijas, que se escondieron espantadas detrás de su madre ante los improperios y gritos ―“estos son los riesgos de la calle”, suspira Margarita― de un hombre en situación de calles que insulta a los viandantes de Reforma y clama furioso contra el capitalismo.
“Mira hermano, yo preferí estar en la calle, a estar ahí adentro. Al menos aquí afuera no lo humillan a uno”, se arranca Jonathan, que cuenta que la noche que llegó al refugio fue expulsado sin miramientos.
“Me decía la licenciada que tenía que darle un documento con foto, ¡pero qué carajo documento le voy a dar si me asaltaron en el tren, en la mentada Bestia!”, clama el hondureño con los ojos negros muy abiertos.
“No tienen empatía con el migrante. Le expliqué mi caso, pero no le importó. Me echó pal carajo. Imagínese, si detrás de mí hubieran venido mareros o malandros, pos ya me hubieran secuestrado, o ya estaría yo muerto”.
El testimonio de Jonathan acerca de que fue expulsado a la calle, aun y cuando su vida podía correr peligro, no es único entre los migrantes. Al menos otros cuatro, de nacionalidades distintas, aseguran que personal del albergue expulsó de las instalaciones a otro migrante con discapacidad, sin que estén claros los motivos.
“Ya habíamos entrado todos y llegó un señor en silla de ruedas. Ya estaba lloviendo, pero lo sacaron a la calle y lo dejaron ahí tirado. Se nos hizo el corazón chiquito”, dice uno de los migrantes que pide no revelar su identidad por temor a que lo expulsen del refugio.
Con la gorra entre sus enormes manos, Jonathan comenta que a lo largo de su trayecto hacia el Norte ha pasado por muchos albergues de la sociedad civil.
Mira al cielo todavía limpio de nubes y los recita de memoria: Tapachula, Tenosique, Palenque, Coatzacoalcos… En todos, dice alzando la mano, recibió un trato de primera. “Ahí sí atienden a la gente como es debido”, insiste.
“No hay discriminación, y hay comida a morir, ropa, salud, transporte, lo que quieras”. Nada que ver con lo que se encontró en la Cuauhtémoc.
“Mirá vos, yo pensé que sería un mejor refugio porque estamos en la capital de México, que es una ciudad enorme. Pero fue un engaño, la verdad. Esto, hermano, no es un albergue”, dice apuntando con la barbilla a las instalaciones que tiene a su espalda. “Ahí no te dan comida, ni ropa, ni nada. No es un albergue, es una estafa”, insiste.
Otras de las denuncias en las que coinciden varios migrantes entrevistados, tanto hombres como mujeres, es que a la Casa del Migrante Cuauhtémoc llegan alimentos donados, ropas, medicamentos y juguetes para los niños, pero estos no llegan, o no todos llegan, a los migrantes.
“Llega comida, y en lugar de regalarla, la embodegan. Llega ropa y también. ¿Pero, para qué, hermano?―se pregunta de nuevo Jonathan con los ojos abiertos como platos―. Si todo eso es para los migrantes, ¿por qué se los guardan?”.
“Han donado ropa y juguetes, y los tienen ahí guardados”, denuncia también Adonis, de 38 años, venezolano.
“E igual con la ropa. Ellos agarran primero y lo que sobre para nosotros”, dice por su parte Carmen, otra migrante venezolana que está tirada en la banqueta junto a su hija de cinco años.
Son casi las dos de la tarde. La fila de migrantes sobre la banqueta de la calle Roma sin número se ha incrementado notablemente. De la docena de haitianos y venezolanos que en la mañana aún dormitaban sobre mochilas, chamarras, o cartones puestos en el suelo, ahora se ha pasado a más de 100 personas que, inquietas, comienzan a tomar posiciones sobre la banca para garantizarse un espacio cuando a eso de las tres o cuatro de la tarde los polis abran la puerta metálica del refugio.
La tensión, el roce, la convivencia en la calle, hace que por momentos la situación se complique.
Los migrantes venezolanos acusan a los haitianos de gozar de privilegios en el refugio. Los haitianos lo niegan, pero en la discusión se escapa algún insulto que está a punto de prender la mecha en plena calle. Ante la ausencia de trabajadores sociales o terapeutas, los polis del albergue son quienes intervienen.
Una vez calmado el revuelo, los agentes comienzan a preguntar a los migrantes varones quiénes tienen sus propias carpas y quiénes no. Extrañado, el periodista le pregunta a Héctor, el migrante venezolano de 30 años, esposo de Margarita y padre de cuatro niñas, que a qué se refieren.
Con una sonrisa agotada ―regresó hace unos minutos de buscar empleo, sin éxito―, el hombre explica que, a pesar de contar con cupo para algo más de 200 personas, la Casa del Migrante Cuauhtémoc solo ofrece un techo y una litera a las mujeres y los niños. “Los hombres dormimos en carpas, el que tenga. Y si no tienes, pues a la intemperie. Al raso”, comenta encogiendo los hombros.
De hecho, la noche anterior, cuando llegaron al refugio, Héctor cuenta que estaba lloviendo. Y como las 6 carpas de las que dispone el albergue ya habían sido ocupadas por otros migrantes, no le quedó más remedio que dormir en la suya, una tiendita pequeña que no aguantó la furiosa lluvia que suele azotar a la capital cuando cae la tarde.
“Las carpas no están aptas para aguantar la lluvia ni nada”, lamenta Héctor. “Mi padre se mojó mucho”, ríe traviesa su hija de cuatro años, que se le abraza al cuello.
“Tampoco dan agua potable para tomar ―agrega―. El que tiene plata, pues compra aquí afuera, pero el que no… Pues toca aguantar la sed, o pedirle a los compañeros para los niños”.
“A los hombres tampoco los dejan bañarse”, interviene Orlando, otro hombre venezolano de 41 años. “Solo es para las mujeres y los niños, y solo 20 minutos, o lo que alcance el agua”.
En cuanto al tema del agua, Javier, hondureño de 35 años, también interviene en la plática para contar aún enojado que el primer día que entró al albergue quiso lavar su ropa y darse un baño luego de semanas de recorrido, y recibió una reprimenda.
“¿Te puedes creer que salieron detrás de mí corriendo gritándome: ‘¡Hey! ¡Está prohibido lavar aquí la ropa! Cuatro días llevo con la misma ropa puesta. ¡Cuatro días en los que no he podido bañarme ni lavar!”, exclama el centroamericano, que también viaja con una niña de menos de cinco años, que no para de toser en sus brazos.
“La traigo con calentura, pero no hay ni para dónde ir. Mi esposa y yo llegamos aquí bien contentos porque nos dijeron que había un doctor en el albergue. Pero cuál fue nuestra sorpresa que el doctor nos atendió, sí, pero sin darnos ni un medicamento, ni una vitamina, nada. Nos dijo: aquí tienen la receta, vayan y compren a la farmacia. ¿Pero, pues comprar con qué dinero?”, pregunta angustiado ante la mirada de Crismar, que dice que tuvo más suerte y sí consiguió que en el refugio le dieran paracetamol para su hija.
Elideth, otra migrante de Venezuela, escucha ambas historias y asiente en silencio. Va cargada con una enorme mochila negra, agujereada por todas partes y con muchos kilómetros a cuestas ―selva de El Darién, en Colombia, incluida―.
“Claro que agradecemos la ayuda que nos dan”, comienza a decir diplomática, ya dispuesta a introducirse en el refugio. El cielo, ahora nublado y sin rastro del sol, amenaza con lluvias y varios migrantes comentan resignados que esta noche dormirán mojados bajo las estrellas y la polución de la ciudad.
“Lo único que pedimos es que las personas de este albergue tengan conciencia. Deberían ser un poco más empáticos, más respetuosos y más cariñosos con los migrantes, porque venimos sufriendo demasiado en el camino”.
“Solo pedimos eso ―concluye con una sonrisa agotada― que si quieren ayudar, que lo hagan con el corazón”.
Animal Político buscó reiteradamente a la Alcaldía Cuauhtémoc para conocer su postura al respecto. Hasta este 22 de septiembre, la Dirección Comunicación de la alcaldía respondió con una nota informativa:
En la década de 1950, en la isla se realizó un ensayo a gran escala para probar la píldora anticonceptiva entre mujeres pobres.
Dos mujeres, de pie en un complejo de vivienda pública en San Juan, Puerto Rico, miran perplejas. Una de ellas, tímida, describe unos síntomas: “Se me fue el mundo, se me nubló la vista. Lo único que dije fue: ‘Virgen del Carmen, cuídame a mis hijos‘”.
Luego, diciendo que no con la cabeza, la otra comenta: “Se estaba experimentando con nosotras sin saberlo”.
La escena es parte del documental “La Operación” (1982). Las mujeres, cuyos nombres no son mencionados, describían cómo fue su participación en el primer ensayo clínico a gran escala en el que se probó la efectividad de la píldora anticonceptiva en los años 50 del siglo pasado.
En el filme ambas afirman que desconocían ser parte de una investigación.
Como ellas, otras cientos de mujeres boricuas de origen humilde, sin saberlo, fueron pacientes del estudio dirigido por dos académicos estadounidenses.
El medicamento, que desde su comercialización en 1960 permitió que las mujeres tuviesen mayor control sobre sus cuerpos, porque no dependían del hombre para planificar la maternidad, fue probado en Puerto Rico gracias a una peculiar política pública de control de la sobrepoblación impulsada por el gobierno local de la isla y EE.UU.
En medio de un boom de nacimientos durante la primera mitad del siglo XX, con muchos ciudadanos en situación de extrema pobreza, la solución de los políticos de turno nombrados por EE.UU. fue fomentar que los puertorriqueños no tuvieran hijos.
Y sus iniciativas, explica la profesora de la Universidad de Puerto Rico Ana María García, directora de “La Operación”, estaban diseñadas específicamente para que esa reducción de la población se diera entre las comunidades más pobres.
“Fueron dirigidas a las mujeres más pobres, más racializadas y menos escolarizadas del país”, dice, por su parte, Lourdes Inoa, de la ONG feminista puertorriqueña Taller Salud.
“Porque eran quienes menos oportunidad tenían de conocer las repercusiones de participar de este tipo de procedimientos. El consentimiento, en este contexto, es altamente cuestionable”, añade.
Con financiación privada, pero también del Estado, la isla fue “un gran laboratorio de control de natalidad”, sostiene García.
Y las mujeres, añade Inoa, se convirtieron “en conejillos de indias”.
El origen de la píldora, que según Naciones Unidas actualmente es usada por 150 millones de mujeres en todo el mundo, tuvo lugar lejos de Puerto Rico, entre las paredes de la prestigiosa Universidad de Harvard, en Massachusetts.
Quienes desarrollaron el fármaco fueron dos reconocidos profesores de la institución: John Rock y Gregory Pincus.
El primero, cuenta la historiadora Margaret Marsh, profesora en la Universidad de Rutgers en New Jersey, era uno de los expertos en fertilidad más importantes de Norteamérica, paradojalmente católico, y que pensaba que los matrimonios debían tener el derecho a decidir cuándo tener hijos.
El segundo era un biólogo que en más de una ocasión catalogó la sobrepoblación como “el mayor problema para los países en desarrollo”.
Ambos estuvieron financiados y supervisados muy de cerca por Margaret Sanger, enfermera y experta en salud fundadora de la organización Planned Parenthood, y por la acaudalada líder sufragista Katharine McCormick.
Ellas, afirma Inoa, “buscaban que las mujeres estuvieran insertadas en diversas facetas de la sociedad, para que tuvieran mayor poder”. Controlar la maternidad era esencial para lograrlo.
Pero es conocido que Sanger defendía la eugenesia, la filosofía social que defiende la mejora de la raza humana mediante la selección biológica.
Y por eso permitió que se experimentara en mujeres pobres y en situaciones de vulnerabilidad.
“El movimiento por el control de la natalidad, de alguna manera, tenía dos vertientes. Una buscaba que las mujeres tomaran sus propias decisiones reproductivas y la otra era la idea de que el control de natalidad era bueno porque la gente pobre tendría menos hijos”, agrega Marsh.
Las primeras investigaciones de la píldora anticonceptiva en EE.UU. se realizaron en ratas y otros animales.
Luego, en una decisión “poco ética”, los científicos administraron el medicamento a un reducido grupo de pacientes en un hospital público para personas con problemas de salud mental de Massachusetts, cuenta Marsh, quien es experta en la historia de la anticoncepción en EE.UU.
“Las familias de las pacientes sí dieron el permiso para que se realizara el estudio, pero ellas en sí, por estar en un hospital psiquiátrico, no consintieron. Aunque en esa época esto era legal”, comenta.
En esta fase, Pincus y Rock descubrieron que los compuestos que habían creado tenían el resultado de detener la ovulación. Así que buscaron un lugar para hacer un ensayo a mayor escala, para que los reguladores estadounidenses aprobaran la píldora.
En Massachussets, explica la profesora García, el control de natalidad era ilegal. Allí también había limitaciones legales para las experimentación con seres humanos.
Fue entonces cuando los científicos tuvieron que identificar un “lugar ideal”.
Decidieron ir a Puerto Rico porque allí la esterilización, y en general la experimentación para lograr la anticoncepción, era legal desde 1937.
“Se aprobó una ley en un momento histórico, cuando en el resto del planeta, incluyendo EE.UU., la esterilización amplia no era legal”, señala García.
La legislación fue firmada por el gobernador Blanton C. Winship, un hombre que también apoyaba la eugenesia públicamente, y quien -según un artículo del New York Times- urgía a que en Puerto Rico se investigara el control poblacional, porque para él era el único “medio confiable para mejorar la raza humana”.
En la década de 1950, cuando los investigadores de la píldora llegaron a la isla, un 41% de las mujeres puertorriqueñas en edad reproductiva ya había probado algún método de anticoncepción, según un estudio de la Universidad de Puerto Rico.
Esto fue posible gracias a que la legislación permitió la creación de decenas de clínicas de planificación familiar alrededor del territorio, incluso en los pueblos más remotos, subvencionadas por el gobierno y que tenían personal que fomentaba el control de natalidad entre las mujeres.
La red de clínicas atrajo también la atención de Pincus y Rock, quienes pensaron que podían usarlas para desarrollar su proyecto.
El equipo, sin embargo, decidió concentrarse primero en un solo barrio de San Juan, la capital.
En la isla el experimento comenzó en 1955 como un proyecto en el que participaron estudiantes de medicina y enfermería. Pero el estudio era demasiado complicado y doloroso, por lo que muchas no lo terminaban.
Además, la píldora probada en Puerto Rico era una dosis mucho más alta que la actual y causaba fuertes efectos secundarios.
“Era necesario realizarles análisis de orina, biopsias endometriales y otras pruebas para determinar si estaban ovulando o no. Es un procedimiento incómodo. Si tienes a estudiantes que realmente no tienen la necesidad de métodos de anticoncepción, no iban a estar dispuestas a continuar”, comenta Marsh.
El medicamento les causaba nauseas, mareos, vómitos y dolor de cabeza. Pincus, sin embargo, descartó estos efectos secundarios y alegó que eran una consecuencia “psicosomática”.
“Creía tanto en la pastilla, que él se la estaba dando a sus familiares. A sus nietas, sus hijas, las amigas de sus hijos”, dice Marsh, quien escribió una biografía sobre Rock, colega de trabajo de Pincus.
El equipo decidió continuar la experimentación, pero esta vez en Río Piedras, un suburbio del norte de Puerto Rico.
Trabajadores sociales y personal médico visitaba puerta por puerta a las mujeres, ofreciéndoles la píldora anticonceptiva y, a algunas de ellas, les realizaban exámenes para recolectar datos, sin ninguna retribución monetaria.
El rechazo por parte diversos sectores de la sociedad puertorriqueña fue inmediato.
“Hubo notas de prensa que catalogaron como ‘maltusianas’ las investigaciones. También por parte de médicos, incluso de los que estuvieron en el proceso de reclutamiento de mujeres, quienes pensaban que los efectos secundarios debían tomarse con seriedad y que era necesario hacer más pruebas y no descartarlos”, dice Inoa, de Taller Salud.
Por los efectos secundarios muchas de estas mujeres, al igual que en los estudios anteriores, decidían dejar el tratamiento. Otras, golpeadas por la pobreza, accedían a tomar la píldora como un método reversible de control de natalidad.
Según Marsh, tres personas del ensayo clínico que se realizó en la isla caribeña murieron. No obstante, nunca se les hizo una autopsia, por lo que se desconoce cuáles fueron las causas precisas de su fallecimiento.
Pese a las muertes, al ver que la píldora tenía el efecto de evitar embarazos, los científicos extendieron su proyecto a otros pueblos de Puerto Rico, y más adelante a Haití, México, Nueva York, Seattle y California.
En total participaron unas 900 mujeres, de las que alrededor de 500 eran puertorriqueñas.
En 1960, la Agencia de Drogas y Alimentos de EE.UU. (FDA, en inglés) aprobó el Envoid, como se llamó la primera pastilla, como un método anticonceptivo.
Su expansión fue veloz. En tan solo siete años, 13 millones de mujeres en el mundo la usaban.
Pero luego de ser avalada por la FDA, la píldora continuó causando efectos secundarios fuertes, como coágulos de sangre, lo que provocó demandas. En la isla, pese a las acciones legales en otras partes de EE.UU., los estudios continuaron hasta 1964.
Todavía hoy, afirma Inoa, no hay investigaciones “significativas” que busquen “otro tipo de métodos de anticoncepción que no tengan los efectos secundarios de la píldora que existe ahora”.
Mientras, los estudios para crear un medicamento anticonceptivo oral para hombres tampoco han dado frutos, aunque comenzaron hace 30 años.
“Las mayores experimentaciones siempre han sido en personas gestantes”, concluye.
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